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Columna
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Fin de curso

Frente a los defensores de las esencias patrias, el escritor Max Aub decía que el ser humano no es de donde nace ni de donde pace, sino de donde hace el bachillerato. El instituto en el que estudié en Pontevedra era un edificio de piedra pegado a unas ruinas góticas donde algunos días de niebla vagaba un fantasma flaco con barbas de chivo que se parecía bastante al insigne escritor que le daba nombre. Nuestro profesor de Literatura aprovechaba aquellas apariciones para perpetuar la leyenda de Valle-Inclán. Ahora pienso que lo hacía por crear una atmósfera. Era uno de esos tipos que valen por dos porque podía ser cáustico y comprensivo. Sus clases acababan siempre en un mar de dudas. Pero logró que aquella generación de salvajes de COU aprendiéramos a desenvainar la pluma como el capitán su espada.

Hace ahora cien años llegó también a un pequeño instituto de provincias un profesor de francés de torpe aliño indumentario que escribía versos luminosos y no suspendía a nadie. Hoy los alumnos del Instituto Antonio Machado de Soria recitan de corrido sus poemas y conocen palmo a palmo los pasos del poeta en la ciudad: el camino desde la estación de ferrocarril hasta la pensión en la que vivía, los sitios por los que le gustaba pasear en las riberas del Duero y hasta la mesa donde escribió La tierra de Alvargonzález. Claro que no se puede decir lo mismo de todos los estudiantes.

Me contaba un compañero de Castellón que un chaval le contestó en un examen que Machado había escrito todos sus versos en el metro. Ante su perplejidad, el alumno se escudó en el libro de texto, y efectivamente le mostró al profesor muy ufano el párrafo donde se explicaba que el poeta había escrito toda su obra en metro tradicional. Pero medios de transporte al margen, Machado es probablemente el poeta más querido por la tropa escolar. Todos los años cientos de estudiantes acuden en peregrinación hasta su tumba en el pueblo francés de Colliure. A un lado de la lápida hay un buzón de cristal repleto de mensajes escritos con trocitos de papel enrollados como papiros.

En este curso que acaba, me encuentro clavada ante la ventana de un aula que da a un patio de moreras y jacarandás mientras buscó alguna forma de despedirme de una turba de chavales con pantalón caído, gorra de béisbol y piercing en la ceja que ahora se preparan para un verano ardiente. Se creen unos tipos duros que no se inmutan ante nada, pero cuando nadie los ve, van escribiendo poemas por las pizarras. Lo malo de los adultos es que olvidamos con demasiada frecuencia que un día fuimos también adolescentes beatniks de ceño fruncido y corazón tierno.

La enseñanza siempre ha sido una profesión de riesgo. A pesar de ello hay personas que consagran su vida a abrir en la mente de estos muchachos una brecha de luz para conseguir que hasta lo más enigmático pueda caber en el ámbito de lo comprensible, ya sea el teorema de Pitágoras, las leyes de Mendel o el poema Al olmo viejo, que son la clase de misterios ante los que se arma el espíritu. Quizá a ustedes les parezca un empeño inútil tal como pintan los telediarios, pero no todo está perdido mientras la voz de los poetas muertos pueda salir volando por la ventana como una escuadrilla de mirlos.

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