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Columna
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Democracia participativa

Los estudiosos de la política multiplican los análisis sobre la crisis de la democracia, mientras que los profesionales de su ejercicio, los políticos, los reciben con irritación o indiferencia. En 1994, Christian Saves, en Pathologie de la démocratie, nos hablaba del arrinconamiento y perversión de una idea luminosa, la democracia, que había acabado con los totalitarismos. En 2006, Cynthia Fleury, en Les Pathologies de la démocratie, y Mathieu Bournier, en La démocratie totalitaire, nos replantean la urgencia de salir de sus contradicciones: acabar con el sectarismo de los partidos, superar la insignificancia parlamentaria, conciliar las exigencias locales con las demandas planetarias, no sacrificar la igualdad a la libertad, preservar las identidades colectivas de la entropía comunitaria. Y, sobre todo, frente al individualismo desbordado, a la corrupción y al terrorismo, recuperar la moral pública, volver al espíritu de resistencia ciudadana. Todo esto sucede, además, en una España telecrática en la que la función de pensar se ha confiado, en la esfera pública, a los literatos, algunos extraordinarios creadores, la mayoría, sin duda, valiosos, pero que obviamente no disponen de los conocimientos específicos propios de las ciencias sociales que ayudan a ir más allá de las formulaciones bellas e irrelevantes del saber común. Renunciar a descubrir mediterráneos es una sana higiene intelectual, pero para ello hay que saber que existen.

La solución que se da hoy para escapar al marasmo democrático es la de la democracia participativa. De hecho, el equipo de expertos que aconsejó a Ségolène Royal en las presidenciales francesas, después de haber ensayado, durante la fase de la selección de candidatos, el modelo de la democracia de opinión y de haber realizado más de un centenar de reuniones de debate y sobre todo de escucha en los más diversos lugares, aceptó cambiar de modelo al llegar la campaña, por voluntad directa de la líder socialista, y propugnó la democracia participativa. Marc Crépon y Bernard Stiegler, en su libro De la démocratie participative, nos advierten de la tendencia a convertir la difícil y estimulante propuesta que contiene en un simple gadget publicitario, y del riesgo, del que ya nos había advertido Macpherson, de caer en la práctica todopoderosa y economicista del voto, convirtiendo a los electores en consumidores y a los programas electorales en "productos políticos". Entre las prácticas de la participación política, una de cuyas guías sigue siendo el libro de Lester W. Milbrath Political Participation, figura obviamente el voto, a pesar de su frecuente ambigüedad, no sólo en los regímenes dictatoriales, como señalizador de tendencias, pero el pleno sentido de una elección -de personas o de programas- le viene de su contextualización deliberativa, de las circunstancias y razones que la hayan generado. La democracia es antes que nada una modalidad de pedagogía ciudadana, un compromiso con una propuesta de futuro colectivo, que concierne a todos los miembros de la comunidad a la que se dirige. Por lo que la participación no puede confinarse en el marco de la política, sino que alcanza de lleno a la sociedad.

El mejor ejemplo es la lucha contra la corrupción y el terrorismo, que representa hoy la forma más palmaria de los comportamientos corruptos, porque convierte en muertos los antagonismos no sólo legítimos sino necesarios de la política, y hace del asesinato el voto definitivo. La lucha contra la corrupción política así entendida es hoy el desafío fundamental de nuestra democracia. Para ponerle fin hemos de alumbrar un pacto de Estado al que hay que convocar no sólo a los partidos y otras organizaciones políticas y sindicales, sino también a los actores sociales y directamente a la ciudadanía. Su contenido no puede ser otro que la definitiva exclusión política de quienes hayan sido condenados y la suspensión temporal hasta que recaiga sentencia de quienes estén imputados, para el ejercicio de cualquier cargo público y para la militancia en un partido democrático. Estas medidas simples y fáciles de tomar deberían estar acompañadas de un movimiento general de reprobación ciudadana. ¿Por qué no nos movilizamos, dentro y fuera de los partidos, para que así sea? Sería un formidable ejercicio de democracia participativa.

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