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Columna
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El ciudadano averiado

La prensa divulga todos los días un sinfín de historias ejemplares. Una juez de Motril se olvida de poner en libertad a un preso que se había quedado sin condena. Más de 400 días estuvo entre rejas el inocente, cumpliendo una sentencia fantasmal. Los dioses, decía Baudelaire, no necesitan existir para gobernar nuestras vidas. Las sentencias tampoco, sobre todo cuando los ciudadanos juzgados no merecen la atención de quien los juzga. Nos hemos acostumbrado a juzgar las cosas que desconocemos, hasta el punto de que el desconocimiento, la desatención, la lejanía, empiezan a ser requisitos imprescindibles a la hora de juzgar. Claro que también podemos encontrar en la prensa ejemplos del caso contrario, gente que juzga desde dentro y con conocimiento de causa. Una investigación teórica puede llegar a convertirse en un experimento muy práctico, con consecuencias y aplicaciones inmediatas. Unos becarios de la Universidad de Sevilla han demandado a un grupo de profesores con los que estaban investigando sobre las nuevas formas de trabajo en la Comunidad Europea. Denuncian que sus profesores, muy especialistas en el tema de los contratos basura, se han quedado con parte del dinero de sus becas, llevando a la práctica con demasiado celo los principios teóricos del objeto de estudio. Sea por falta de atención o por una atención desmesurada, aquí pasa lo de siempre: mueren cuatro romanos y cinco cartagineses, o doscientos civiles iraquíes y dos soldados norteamericanos. Queda el consuelo de pensar que estas historias responden a casos aislados, que una sola golondrina no hace verano y que los garbanzos negros no desmienten las buenas disposiciones generales de la gastronomía. Pero ahí está la realidad política para dejarnos sin consuelo. Llegan las elecciones (¡la gran fiesta de la democracia!) y los ciudadanos convierten a las golondrinas negras en la enjundia colectiva de un cocido seco. La fiesta de la democracia se parece cada vez más a una despedida de soltero o a una borrachera de los que necesitan beber para olvidar.

No faltan las historias ejemplares en la política. Ya sea en la costa de Málaga o en el litoral valenciano (por pasar del cocido a la paella), algunos políticos fueron denunciados por corrupción con pruebas que dejan poco lugar a dudas. Si caen en manos de jueces atentos, serán posiblemente condenados. Sus votantes, por el contrario, se precipitan a respaldar con mayorías absolutas las gestiones del corrupto. Una sola golondrina no hace verano, pero hay alcaldes que hacen su agosto. Madrid sufre el atentado mayor de su historia. Con los cadáveres todavía sin enterrar, un partido político decide mentir para evitar responsabilidades. Ayudado por periodistas y abogados sin escrúpulos, difunde una conspiración destinada a humillar a las víctimas y defender a los criminales. El juicio deja clara su mezquindad, pero los votantes apoyan a ese partido en las elecciones municipales y autonómicas madrileñas de forma masiva. La misma distancia que se ha establecido entre el cuerpo y la imagen, los hechos y las noticias, la realidad de carne y hueso y las realidades virtuales, se ha interpuesto ya entre la democracia y el Estado de derecho. Hemos averiado tanto la plaza pública, la enseñanza pública, la información pública, que al final nos hemos convertido en unos ciudadanos averiados. El trabajo y el voto del pueblo soberano no se sienten responsables del estado de derecho. Actuamos al servicio de un poder que no está representado en las leyes. El Estado tendría recursos democráticos y sociales para defenderse, pero ha decidido renunciar a ellos. No sé qué educación para la ciudadanía vamos a dar a los niños que ven cómo unos padres pueden matricular a sus hijos en colegios de élite cultural y religiosa, destinados a futuros millonarios, mientras otros padres sólo pueden acudir a una enseñanza pública de futuros pobres, cargada de inmigrantes y de lecciones laicas sobre la igualdad y la solidaridad. ¿Democracia? Somos la consecuencia averiada de un cortocircuito.

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