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Columna
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Espías

Como todo hijo de vecino, yo me crié viendo en los espías una raza de seres sobrenaturales que habitaban los márgenes más extremos de la realidad y podían gozar cuando lo deseaban de un don que sólo se concede a los personajes de novela y los enfermos terminales: el de volverse invisibles. En los tiempos de la Guerra Fría, un espía era un individuo enjuto, aplicado, con el aire ascético de los asesinos, que se paseaba por ciudades con cristales empañados como Berlín o Varsovia ocultando una pistola bajo el abrigo de piel de camello: también tenía licencia para matar. El espía disponía de cuentas secretas alimentadas por las oficinas del MI6, la CIA o la KGB que le permitían visitar los casinos de la Costa Azul o alojarse en hoteles cuyo sólo nombre provoca risa floja; el espía dominaba varios idiomas sin necesidad de acudir a clases plúmbeas en academias de barrio y se dejaba seducir por mujeres que habrían podido ser exhibidas en escaparates y que guardaban más lazos de parentesco con los linces y las panteras que con la mustia señora de la limpieza. La imaginación se disparaba con sólo evocar su oficio, precisamente porque nadie había visto jamás a ninguno y la felicidad se mueve mucho más cómoda entre los límites inabarcables de la ignorancia; héroe de nuestras fantasías de adolescencia, podía salvar reiteradamente a la humanidad de ser inmolada en un holocausto nuclear o sometida al arbitrio de un científico loco sin alterar la posición de su pajarita sobre el cuello de la camisa, para regresar luego a un anonimato que lejos de empobrecer su cuota de romanticismo servía más bien para acrecentarla: porque el triunfo parece más auténtico y valioso cuando no se publicita por los megáfonos.

Pero un trabajador del servicio de inteligencia es también algo mucho más pedestre, doméstico y vulgar, que pese a lo que creemos pasa apuros para llegar a fin de mes y se ve obligado a ocupar viviendas de protección oficial. No exagero: igual de planchados que cualquier lector de Ian Fleming acaban de quedarse los vecinos de cierto inmueble de Isla Chica, en Huelva, al enterarse de que compartían edificio con miembros del CNI. Es más: el Gobierno había montado varios pisos en la zona para acomodar a sus espías y dirigir sus operaciones en contra de los diversos enemigos del Estado. Nada de despachos subterráneos ni laboratorios en órbita, sino apartamentos de los que hay que blanquear cada pocos años y donde uno debe resignarse a los ronquidos o la televisión del compañero de pared. Esta historieta ha removido en mi interior sentimientos incongruentes, que pueden ser adjudicados igualmente a los ámbitos del pesar y del gozo. El pesar resulta evidente: si estos son los medios de que dispone el Ministerio de Defensa, difícilmente nos harán confiar en que no vuelvan a repetirse masacres como las que en el pasado helaron el corazón de un país acongojado. El gozo lo aporta, como siempre, la literatura. Me he acordado de la que sin duda es la mejor novela de espías a la que he tenido ocasión de asomarme, una pieza deliciosa en que Somerset Maugham recoge sus experiencias al servicio del gobierno británico durante la Gran Guerra y que lleva por título Ashenden o el agente secreto. En dicha obra, una colección de retratos de náufragos y anécdotas sobre los diversos modos de mantenerse a flote en un mundo que hace aguas, el autor presenta a un tal Caypor, agente inglés en Suiza casado con una alemana cuyos informes dejan bastante que desear y al que se supone culpable de traición. Cuando Ashenden, el protagonista, le visita con intención de eliminarlo y castigarlo así por su sedición, descubrirá que Coypor vive miserablemente en una casa de vecinos con dos niños pequeños y que, según propia confesión, se inventa literalmente sus informes para poder mantener a su familia durante el triste invierno de la guerra; Ashenden, conmovido, prefiere fingir que no ha dado con él. Yo no sé si los espías de Isla Chica se inventarán o no sus comunicados, pero los veo más emparentados con el pobre Coypor que con el boato impúdico de un Roger Moore: también ellos tendrán familias que sostener y un piso que blanquear fastidiosamente una vez cada pocos años.

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