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Columna
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Tortura

Uno tiende a divagar cuando las cosas pintan mal, como la semana pasada: por un lado ETA y por otro, una mujer asesinada día sí, día también. Delitos comunes con el agravante de una justificación virtual: la patria, la libertad, el honor, los sentimientos. Conceptos que define unilateralmente el que los utiliza y unilateralmente los impone. Por puro agotamiento emocional, la sociedad que los padece siente la tentación de entender la causa del fenómeno para ponerle remedio en su origen. Es una debilidad. La ley es la misma para todos y un delito no se convierte en categoría por más que se reitere. Que el delincuente crea actuar al servicio de una causa superior es del todo irrelevante. Escucharle es concederle un privilegio que no contempla la Constitución. En este sentido es contraproducente condenar la violencia contra las mujeres. Nadie lo reivindica. Tampoco es una epidemia. Cada caso es un caso singular. No hay dos iguales. Las coincidencias genéricas, en los dos sentidos, no deben confundirnos. Generalizar no es lo adecuado. Pegar a una mujer no es lo mismo que matarla. El que ambos actos provengan de una misma aberración conceptual por parte del autor es su problema. Al que lo ha hecho, al trullo y a callar. A ver si todavía tendremos que escuchar tonterías.

Y con ETA, lo mismo. El que roba un coche es un ladrón de coches y el que le pega un tiro a un ciudadano es un asesino. Y ya está.

Mientras, a la chita callando, los Mossos d'Esquadra animan nuestros ocios colgando de la red joviales performances. Es inadmisible, pero lo que se ha visto hasta ahora no es Abu Ghraib ni la Argentina en los años 70. La tortura persigue una finalidad y una paliza es un desahogo sin más objeto que dar rienda suelta al sadismo al amparo de la indefensión de la víctima. Si se aplicara este método a los que maltratan a las mujeres, la simple brutalidad de unos agentes individuales se convertiría en tortura institucional. Aunque sea una pena, porque la idea es atractiva, debe ser rechazada de plano. Llevarla a cabo no sólo implicaría transgredir nuestros principios éticos y jurídicos, sino que daría a las víctimas una categoría que no se merecen. Así que no les daremos una tunda. Pero tampoco terapia, y menos de grupo.

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