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Columna
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Madrid

En España lo que dictaba la tradición es que Barcelona había de oficiar de capital económica, de ciudad burguesa y europea, que había de mirar con un ojo al París de las grandes avenidas de Hausmann y que había de tener el otro siempre fijo en un pragmatismo inglés de comerciantes y empresarios mediterráneos. Madrid era el centro político, desde el que el Estado lanzaba sus tentáculos, tantas veces en forma de algaradas militares, intentando organizar un país díscolo en el que la riqueza fluía más bien por las periferias vascas y catalanas.

Esa España ha dejado de existir. Desde que en 1964 los planes de ordenación del franquismo crearon un área metropolitana de 22 municipios que hicieron del centro de España una gran área industrial, Madrid no ha dejado de crecer a una velocidad de vértigo. La capital ha duplicado casi su población en los últimos veinte años, incrementado su peso en el PIB hasta ser tal vez la primera comunidad autónoma medida en esos términos; los grandes grupos mediáticos han hecho de ella su sede -es en Madrid desde donde se camela a España- y las grandes empresas, tanto españolas como las multinacionales, han hecho de ella su sede.

Madrid es, en efecto, una gran metrópoli europea, muy distante del pueblo castellano que era todavía a finales del siglo XIX, como podrá comprobar quien lea Los pasos contados, las memorias de Corpus Barga. Por Madrid pasan hoy ciertos flujos internacionales de primera importancia. Madrid es hoy un nódulo de la red de grandes urbes mundiales en un tiempo en que las ciudades juegan un papel no menor de lo que lo hacían en la Italia del Renacimiento.

Madrid ya no es la capital en la que el héroe era un funcionario que había colocado el cartel "se atiende de doce y media a una" ni tan siquiera la ciudad que tenía su alma en las plazas y que respiraba por los cafés en los que se cocían mil y una conspiraciones. En el Madrid de hoy los inmigrantes están construyendo una gran ciudad multicultural al calor de una prosperidad económica indudable. El dinero corre por las calles al punto de que el salario de un presidente de Gobierno parece una minucia despreciable. Madrid ha alcanzado un punto de éxtasis que causa cierto estupor

La paradoja es que en ese Madrid que está en condiciones, como nunca lo estuvo en su historia, de articular con éxito a España se da una cierta tendencia a la elefantiasis identitaria. Mientras la Tizona, una fenomenal excavadora, hurga en los subsuelos ampliando las redes del metro o soterrando la M-30, ampliando la ciudad en los horizontes del páramo, impera en los espíritus una cierta noción de pérdida que ha salido del armario en las últimas elecciones. Lo que se pierde es España, ni más ni menos. El bucle melancólico, que diría el amigo Juaristi, no es privativo de los nacionalismos periféricos. Hete aquí que en la capital del reino también se vive la angustia de la pérdida del objeto.

¿Qué es lo que se teme perder? Endesa, la Comisión de Telecomunicaciones, una cierta concepción radial en la que todo parte del kilómetro cero en la Puerta del Sol. En el juego de los últimos años, Aznar ha sido el gran referente de un nuevo centralismo que ha utilizado las empresas recién privatizadas del Estado para ese fin. Del análisis de los Presupuestos del Estado se deduce que Zapatero, sin embargo, ha repartido más por las periferias, incluida Galicia. La derecha juega, en tiempos de mayorías absolutas, a la reconquista vía presupuestos. La izquierda, al menos cuando se ha de apoyar en sus contingentes electorales, se abre a la España plural. Tal vez esto es lo que no se ha explicado lo suficiente.

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A Galicia interesa no sólo que la lógica del Estado radial, que es también una cierta lógica de las inversiones, se transforme en la lógica de un Estado en malla. Una pequeña parte de las cifras fabulosas que se invierten con toda naturalidad en la construcción de la T-4, de los sucesivos cinturones que rodean a la capital, en la rápida expansión del metro madrileño devengaría posibilidades enormes para el país. Al fin y al cabo, Galicia -o Extremadura- también son España.

Le conviene, además -y le compete al Gobierno gallego tener esto en mente- que se aminore el desequilibrio entre la fachada atlántica y la costa mediterránea y el centro, que es donde se producen los mayores índices de crecimiento. Impulsar la eurorregión Galicia-Norte de Portugal es decisivo para ello, y eso exige superar otra vez la univocidad del eje Madrid-Lisboa.

Es cierto que el poder político objetivo de Galicia es muy pequeño, pero será más reducido todavía si no se tienen claros los grandes objetivos. En el reñidero español de hoy se apela demasiado al diván del psiquiatra, pero un sentido de la eficiencia debería hacernos recordar esto: ¡Es el poder y los presupuestos, estúpido!

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