ETA y Estado: absurdo por previsible
La confirmación del fin del alto el fuego ha dejado al descubierto un escenario de hechos previsibles, retóricos y recurrentes que van a configurar de nuevo las relaciones entre los poderes democráticos del Estado y la izquierda abertzale. Lo más sorprendente de estos 14 meses de alto el fuego y de contactos entre ETA y el Gobierno es que no han servido para explorar -juntos o por separado- nuevas estrategias para superar el conflicto político (terminología etarra) y / o vencer el terrorismo (terminología gubernamental). Hubo esperanzas de que así fuera. La más significativa a mi modo de ver fue la declaración de Anoeta, en el otoño del 2004, en la que el hoy preso Otegui se encargó de transmitir un mensaje nítido: hay voluntad de superar el conflicto y ETA no asumirá un protagonismo en el debate político (eso corresponde a los partidos), sólo lo hará en el tema de presos y desarme. Esta obviedad para cualquier demócrata, no lo era tanto para ETA y su mundo. Por eso, la declaración de Anoeta -16 meses antes del anuncio del alto el fuego- fue tan relevante. Era un punto y aparte que no se podía desaprovechar.
La decepción, sin embargo, no tardó en llegar. De la buena noticia del 22 de marzo del 2006, se llegó en ese verano a las primeras noticias preocupantes sobre el desarrollo del proceso de paz. La realidad desmentía la declaración de Anoeta. Es decir, una vez metida en el alto el fuego, ETA reanudaba su vieja estrategia de marcar el ritmo, limitar la autonomía de Batasuna, y establecía injerencias políticas donde dijo que no lo haría. En resumen, ETA ejercía de nuevo el poder de decisión dentro de la izquierda abertzale. La culminación de esta vieja estrategia de ETA fue el atentado en la terminal de Barajas, sorprendente por sus dimensiones, pero previsible -a pesar de las declaraciones del día anterior del presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero-, según podemos constatar en todas las hemerotecas por variados analistas desde como mínimo el mes de noviembre del 2006.
Zapatero, por su parte, también generó esperanzas en muchos sectores de que iba a impulsar una estrategia distinta a la de sus predecesores recientes (Felipe González y José María Aznar) para vencer el terrorismo. Hizo buenos gestos y dio repetidas veces su palabra de que su empeño sería crear las condiciones para liberar a la sociedad española de la violencia terrorista. Pero como ha ocurrido en otras situaciones, de sus intenciones verbales a sus concreciones hay un trecho demasiado largo para que no nos perdamos. Zapatero no supo -o no quiso- crear condiciones nuevas desde las que avanzar. Arriesgó en el debate político con la oposición, pero no en decisiones concretas que forzaran al mundo abertzale a dar pasos también. Se desgastó en el hemiciclo de las Cortes, pero no avanzó en la mesa de negociaciones ni con Batasuna ni con ETA. Zapatero y su equipo hicieron una gestión conservadora del proceso de diálogo. Incluso se puede afirmar que no tenían una hoja de ruta bien delimitada, con una prioridad de objetivos y una estrategia implementadora. No se atrevieron a dar el paso con la ley de partidos ni tampoco a una política sobre presos que, dentro de la legalidad, permitiera desactivar uno de los frentes más sólidos de la cobertura y justificación social de ETA. Incomprensible.
En ETA faltó voluntad, y en el Gobierno, profesionalidad. Es cierto que tanto la dirección política de ETA como el Gobierno sufrieron un acoso muy intenso por sus respectivas oposiciones. En ETA -como ocurrió en la tregua con Aznar-, su dirección política se vio condicionada e incluso dividida por sectores contrarios al proceso de paz. Quien controlaba la estructura militar limitó y condicionó el terreno de juego de quien controlaba la estructura política de ETA, y al final el equilibrio se rompió en Barajas. Por su parte, el Gobierno estuvo asediado por el PP y su entorno mediático, que no le dieron ni un día de aliento para avanzar en el proceso de paz, negándole lo que ellos antes de ser oposición obtuvieron; lealtad institucional para abordar la fin de la violencia. Pero esto, que nos puede ayudar a analizar los hechos, no sirve de excusa para el fiasco del proceso de paz ni para dejar de exigir responsabilidades por los nulos resultados obtenidos.
Sólo a ETA hay que atribuirle responsabilidad por su actuación. Cuando los atentados vuelvan, el Gobierno no tendrá ninguna responsabilidad moral ni ética sobre los mismos. Pero en democracia los ciudadanos debemos exigir a nuestros gobiernos. Por eso es necesario plantear al Gobierno, desde la inequívoca repulsa a ETA, una crítica por su falta de decisión en todo este proceso, por no haberlo intentado de verdad, arriesgando y sobre todo por no haber utilizado nuevas estrategias. El proceso de paz ha sido finalmente previsible, más de lo mismo, más de lo que ya fracasó. Y ahora los poderes del Estado, una vez confirmada la rotura del alto el fuego, vuelven a las políticas previsibles, con lo que las consecuencias también lo serán. El caso De Juana, el caso Otegui, las advertencias del ministro de Justicia de reconsiderar el proceso de ilegalización de ANV, son las medidas desde la óptica de siempre. Y todas reforzarán el entorno social de ETA, justificarán a los sectores más duros de la organización etarra y debilitarán a los que desde el mundo abertzale dicen a ETA que es hora del punto final.
Veo al Estado falto de la inteligencia necesaria para abordar el fin del terrorismo. No se puede ser tan creído de uno mismo para pensar que utilizando hoy los mismos métodos de siempre se conseguirá lo que otros antes no consiguieron contra el terrorismo. Veo incompetencia, miedo, indecisión... Una condición necesaria para vencer a ETA es que su entorno social se aleje de su lógica. Y no veo ni una sola medida para facilitar ese alejamiento. Veo un bucle que nos retrae a las dinámicas ya conocidas; terror; muerte, tensión, represión, crispación... Y dentro de unos meses o años; nueva oportunidad para el diálogo. Y vuelta a empezar. Triste, muy triste.
jspicanyol@hotmail.com
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