Báculo
A PUNTO de morir y casi por completo inválido, el anciano poeta estadounidense William Carlos Williams (1883-1963), todavía esperaba con ansiedad que le fuese remitido su último libro, precisamente el que se acaba de traducir al castellano, en versión de Juan Antonio Montiel, con el título Cuadros de Brueghel (Lumen). Hijo de una pintora aficionada y él mismo dotado con la suficiente habilidad en el oficio como para plasmar con suficiencia su autorretrato, el principal interés de Williams por el arte pictórico era fruto, sin embargo, de la pasión poética que sentía por captar, en toda su máxima pureza, los pormenores casi inapreciables de lo cotidiano: la belleza del habla de quienes hablan sin el menor atisbo de afectación, y, asimismo, la belleza de la imagen puesta en evidencia a través de sus más ocultos rincones; en suma: por lograr alcanzar ese estadio supremo del arte en que éste casi desaparece para compendiar y transmitir la emoción ante la realidad vivida. No es así, pues, extraño que Williams se fascinase por el pintor flamenco Pieter Brueghel (hacia 1525-1569), en cualquiera de cuyos cuadros, religioso o profano, hay reveladores detalles de lo que pasa al margen del núcleo carismático de la acción central representada.
De esta manera, para Williams, lo esencial del cuadro La caída de Ícaro es que el sol, que hace sudar al labriego que se afana rutinariamente con el arado, sea el mismo que funde las alas del atrevido y desdichado mítico astronauta; en Los cazadores en la nieve, que un simple arbusto azotado por el viento ocupe el primer plano; en La Adoración de los Reyes, que la Virgen, azorada, baje la mirada al suelo, produciendo este rasgo de humildad una honda veneración; en La boda campesina, que el aturdido silencio de la incomodada novia, "manos cruzadas sobre el regazo", en medio del trepidante jaleo en derredor, sea tan eficazmente magnético; en La parábola de los ciegos, que el "báculo en mano triunfante" que asegura el titubeante caminar de éstos sea el que los conduzca irremisiblemente hacia el desastre. Y es que, según Williams, Brueghel "lo vio todo" y "fielmente lo registró". Desde que Van Mander llamara la atención, en 1604, sobre este pintor hasta entonces poco conocido, han sido muchos los historiadores del arte y los escritores que se han fijado admirativamente en él, pero a Williams le corresponde el privilegio de haber destacado cómo Brueghel obtuvo la mayor fuerza expresiva al entremeter esas minucias, que suelen pasar desapercibidas, en medio del pomposo aparato de la acción representada; pero no sólo por así seguir mejor la moda manierista de conceder prioridad a lo secundario, sino porque, para él, o sea: para el pintor del siglo XVI y para el poeta del XX, lo secundario es lo crucial, ética y estéticamente, en cualquier arte.
"¡Por el arte, el arte, el arte!", exclama con indisimulado disgusto Williams al describir la nada argumental del cuadro La siega de heno, por esa "pintura que el Renacimiento intentó absorber, pero que siguió siendo un trigal sobre el que el viento jugaba...
". Y, en ese preciso instante, sentimos la laceración de comprobar con qué abismo hemos separado el arte y la realidad, y, de esta guisa, cómo, armados con nuestro triunfante báculo de pedantería, nos encaminamos, ciegos, hacia el desastre.
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