¿Te acuerdas, Marilyn?
Hay todo un género literario que practicaban los amantes sarnosos del cine y que podríamos denominar ¿Te acuerdas, Marilyn? El género ¿Te acuerdas, Marilyn? consistía en rememorar lo buena que estaba Marilyn, lo salido que estaba el experto, lo gris que era la realidad, el paréntesis de ilusión de la sala oscura y lo deprimente que resultaba salir del cine un domingo franquista para sentir, ¿te acuerdas, Marilyn?, que las mujeres no eran como ella. Todos hemos sucumbido en algún momento de nuestra andadura al género TeacuerdasMarilyn; yo (sin ir más lejos) soñaba en mi adolescente lonely room con escribir un artículo en semejante estilo. Me encontraba, eso sí, en la tesitura de tener que cambiar a Marilyn por un actor, ¿Te acuerdas, Humphrey?, lo cual quedaba raro porque tradicionalmente los críticos de cine eran hombres y rijosos por antonomasia o por falta de actividad sexual, y en los festivales, TeacuerdasMarilyn, el crítico, rodeado de extraordinarias mujeres, no se comía un rosco. De esto último, Marilyn se acuerda perfectamente. Acostarse con el crítico fue siempre tan de quinta como acostarse con el guionista. El otro día escuché un chiste americano al respecto: "Esto es una actriz polaca que se acuesta con el guionista". Ése es el chiste. Hay que explicar que en los chistes americanos a los polacos les toca el papel de tontos. Generalizando, me atrevo a afirmar que no ha sido el sector intelectual el más afortunado en conquistas sonadas. De hecho, Arthur Miller pasó su postmarilyn existencia entre asombrado y harto de su propia hazaña, sobre la que le preguntaban más que sobre su obra. Esta semana yo tuve un imperdonable momento TeacuerdasMarilyn. Fue en la Estación Central de Nueva York, en una exposición que rememora la relación que esta ciudad ha tenido con el cine. Había fotos, películas y un dato interesante: en los sesenta, el alcalde John Lindsay se propuso promover Nueva York como escenario cinematográfico y competir con Los Ángeles. Desde ese momento, TeacuerdasMarilyn, Nueva York aparece de tal manera en el cine que la memoria de los europeos, incluso la nostalgia, está compuesta de iconografía neoyorquina. En la exposición, una gran pantalla ofrecía imágenes de películas. No había casi nadie frente a ella. La multitud pasaba entre los stands presurosa, de camino al tren que les llevaría a casa. Pero ahí estábamos esos dos españoles cinéfilos, jugando como los niños cuando compiten por quién adivina antes cuál es el producto que se anuncia en la tele. Nosotros decíamos los nombres de las películas en voz alta. Algunas de ellas fueron rodadas en el mismo escenario en el que estábamos nosotros: Cary Grant desesperado por tomar el tren a Chicago en Con la muerte en los talones, la ciudad sumergida de Lex Luthor en los sótanos de la estación, o esos dos desconocidos, Meryl Streep y Robert de Niro, que se enamoran en un tren de cercanías. Ahí estaba el Nueva York de las piernas de Marilyn, el tremendo de Scorsese con esa imagen del taxista perturbado caminando por aceras llenas de putas, chulos y drogadictos que certifican cómo fue de verdad la ciudad en los setenta, el Nueva York del Dakota endemoniado, la visión negra de Spike Lee, la ciudad de los emigrantes en Érase una vez en América, el Manhattan estudiantil de Cuando Harry encontró a Sally, el de la esquina de Brooklyn en Smoke, la ciudad subterránea de John Travolta en Fiebre del sábado noche, el pavoroso Nueva York de La mujer pantera o ese Manhattan tan particular de Woody Allen, que se ha impuesto sobre todos los demás nuevayores, convirtiéndose en la postal que los europeos buscan cuando vienen. ¿Qué hombres feos no jugaron a ser tan ingeniosos como Woody y llevarse a la chica guapa, original, estilosa, a la cama? ¿Qué mujeres no quisieron ser Diane, vestida de clown sexy, libre, joven y contradictoria en una ciudad en la que parecía posible tener cien aventuras amorosas, vivir del cuento y probar la esencia del mundo? La estampa woodyallenesca es tan maravillosa y tan irreal como una película musical. Sus personajes, como decía el New Yorker, ponen cachondos a los espectadores, no desde un punto de vista sexual, sino por el nivel de vida que disfrutan. Son guionistas y ricos, son profesores y ricos, son documentalistas y ricos. Esto sólo ocurre en las películas. El mundo que les rodea parece no hacerles daño ni rozarles, ellos viven absortos en desengaños, amores y problemas morales. Pero es tan hermoso que se ha convertido en un emblema, en el símbolo de la felicidad. El turista vuelve a casa con la confirmación de que ese mundo existe. El que se queda a vivir, sin embargo, va abandonando el sueño Woody y al año se empieza a hacer duro como el pedernal. No te quedes mucho tiempo en Nueva York, que te harás duro, dicen. Va para un siglo que la imaginación dejó de estar alimentada en exclusiva por la literatura. Llegó el cine, y la nostalgia se intoxicó de sentimentos TeacuerdasMarilyn, que son fatales para la inteligencia. De alguna forma, el personaje de Woody en Sueños de un seductor es un loco como Don Quijote, alguien que sólo sabe ver la vida a través de héroes cinematográficos. Por fortuna, hoy los jóvenes ya no se recordarán a sí mismos como esos soñadores calenturientos de cine de domingo. Tienen el sexo al alcance de la mano (me refiero al sexo opuesto). En cuanto a mí, nunca escribí mi artículo TeacuerdasMarilyn. El género de hablar de tú a los dioses estaba ya suficientemente manoseado. Hasta yo, que era tan tonta, me di cuenta.
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