Bufé soñoliento de una estación cualquiera
"Préstame tu gran ruido, tu gran presencia tan dulce, tu deslizarse nocturno a través de Europa iluminada, oh tren de lujo". Los versos de Larbaud que hechizaron a Gregor von Rezzori suenan como un escarnio. Regresamos a Barcelona en tren moderno, en tren claro, que se desliza suavemente sobre los raíles con un ligero, apenas perceptible balanceo, leyendo en desinteresada diagonal las catástrofes de ayer, y oyendo a los ejecutivos hablar a su teléfono móvil: "Pero vamos a ver, Rafa: yo lo que haría simplemente es un balance hasta abril. Un balance. Porque una vez que los gastos ya se han producido, no tiene ningún sentido hacer una previsión de gastos... Rafa: ¿para qué quieres hacer un cálculo previo de una cosa que ya se ha producido?... ¿No te das cuenta?". La cosa es tan evidente, tan clara, qué ganas le entran a uno de arrebatarle a don Nervioso su teléfono móvil y explicarle a ese Rafa -sin duda un sujeto más bien romo- que una vez que se han producido los gastos ya no tiene sentido hacer previsiones, que las previsiones se hacen sobre hechos futuros, no sobre el pasado... A no ser que Rafa quiera, precisamente, demostrar que las previsiones no se han cumplido, que nos hemos desviado de ellas: desautorizar los hechos. Empieza a parecerme que el tal Rafa no es tan tonto: lo finge, como el soldado Schwejk, para chinchar a don Nervioso, a saber con qué oscuro propósito.
-Haz-un-balance-hasta-abril y olvídate de lo demás. ¿Estamos, Rafa?
En esto se han convertido los vagones de primera clase o de preferente en los trenes de larga distancia: una cómoda prolongación de la oficina, un despacho móvil. Única salvedad en esa deriva prosaica es todavía el Flecha roja. El Flecha roja es un tren chapado a la antigua, con cortinitas y tapetitos de terciopelo verde, algo raído, que cubre de noche el trayecto entre San Petersburgo y Moscú. Hacia las once pasa de compartimento en compartimento un empleado con el samovar, para servir el té a los distinguidos pasajeros. Después, se recomienda encerrarse bien, pasar el pestillo y no abrir la puerta a desconocidos. Una leyenda urbana cuenta que bandas de criminales asaltan a los pasajeros desprevenidos y les despojan de todos sus bienes, incluso de la vida. ¿Será verdad? Dicen que allí las condiciones de vida son tan extremadamente duras que los criminales son crudelísimos e implacables, que disfrutan degollando a sus víctimas, entre carcajadas demoniacas y blasfemias de tarado...
Avanzada la noche, suenan unos golpecitos en la puerta. Llaman. "¿Qué hago? ¿Abro o no abro?", pregunta el marido, encendiendo la lamparita. LA MUJER: "No abras, Julián". Llaman otra vez, con golpes fuertes, imperiosos. EL MARIDO: "Qué, sabesqué, voy a abrir". LA MUJER: "¡No! ¡No abras, Julián, que aún va a ser un sacamantecas!". EL MARIDO: "No te asustes chatina, que aquí estoy yo... ¿Y este elemento quién es?... ¿Qué se le ofrece? Anda que no es feo el tío... Oiga, sin empujar... ¿De qué se ríe?...".
Ya pasamos los suburbios con sus escombreras y fábricas con los cristales rotos y grandes letras borrosas en las tapias, el tren ya llega a la esplendorosa estación de França. Como venimos con retraso las llamadas telefónicas arrecian de punta a punta del coche: "Oye, macho, que me han dicho que nos dejas... Ah, enhorabuena... Bueno, si tu estás contento pues fenomenal. Y cualquier cosa ya sabes dónde nos tienes. Oye... del contrato de Fricosa, hay algunas cosas a nivel de... a nivel del punto siete... Eso hay que modificarlo. Venga, esta tarde le damos un buen aldabonazo y cerramos el asunto...".
Con viajeros tan diligentes y atentos al negocio, nada tiene de extraño el milagro económico español. Reconforta esa laboriosidad de hormigas. El tren ha cambiado mucho. Antes sugería asuntos emocionales y literarios; breves encuentros y despedidas en el andén atestado de gente presurosa e indiferente; la ventanilla empañada enmarca el rostro bello y doliente de la heroína; el galán corre junto al convoy ya en marcha, y en el último momento salta al estribo (o se queda mirando el tren que se aleja). El humo, el vapor, los pitidos y los ecos. Ana Karenina se arroja a las ruedas una y otra vez. El apeadero perdido en el páramo, de donde viene el cartero con la saca vacía, sin correo para el barón Huguenau. Los trenes nocturnos con sus pasajeros encaminados a la autodestrucción en las novelas deprimentes de Simenon. Montgomery Clift e Ingrid Bergman, reos de escándalo público por besarse en Estación Termini. El soñoliento factor Hubicka, que ve pasar los Trenes rigurosamente vigilados desde su despacho en la estación, donde una tarde, en alas de un capricho erótico-surreal, reclina a la taquillera sobre la mesa, le levanta la falda y le estampa en las nalgas todos los tampones de las líneas ferroviarias checoslovacas, hazaña que luego admiran y envidian los demás personajes de la novela (¡cosas de Hrbal!). Etcétera. Imágenes que se deslizan tras las ventanillas a las que es peligroso asomarse. Y todo termina y comienza con la magnífica curva doble de la marquesina de hierro forjado de la Estación de França y en sus amplios espacios de mármol, de bronce y de roble, esa maravilla arquitectónica de Pedro Muguruza -que por cierto, luego proyectó el Valle de los Caídos-. Su espaciosa cafetería con cuatro altas columnas de mármol, donde resuenan las voces de tres televisores, debe de ser el único sitio de Barcelona en que todavía puede verse gente dedicada a esperar, a "matar el tiempo". Esperan, con el equipaje entre las piernas, sentados a esas mesas feísimas, presididas por la propaganda de las paellas Paellador y las Crujicoques. ¿Qué poeta dijo "el domingo se ha hecho para que yo recuerde/ el buffet soñoliento de una estación cualquiera?".
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