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Columna
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Rendimiento

Como por suerte o por desgracia o por ambas pertenezco al gremio de docentes, he tenido ocasión de participar en conversaciones sobre una reciente campaña de publicidad que entusiasma a las gentes de corazón tierno. Es probable que muchos de quienes me leen se hayan asomado también a ella por televisión o a través de la página de un periódico y hayan quedado igualmente deslumbrados, para acabar en la convicción de que la profesión de maestro consiste en una variante del altruismo. El anuncio, patrocinado por una editorial de libros de texto, nos presenta a un grupo de sujetos en blanco y negro que hablan de Einstein y de Picasso frente a un grupo de pupitres mientras recalcan la importancia de contagiar el entusiasmo: la letra mata y el espíritu vivifica, de modo que el alumno sólo logrará interesarse verdaderamente por los áridos contenidos de sus manuales si una persona capacitada se los pasa por la batidora y se los da de comer cucharadita a cucharadita. No hay ciencias apasionantes ni poemas que convenzan por méritos propios; el mismo color plomizo de un atardecer de tormenta distingue la Ley de Gravitación y los sonetos de Machado: el maestro es ese taumaturgo, ese ilusionista de poderes arcanos que puede convertir el plomo en oro y hacer que un adolescente encuentre un joyel en una pésima colección de artículos de bisutería. Se compara así al profesional de la educación con el de la medicina, que también tiene a su cargo la salud pública y debe persuadir a desconocidos renuentes a seguir sus consejos de que es conveniente tragar una píldora o recibir un pinchazo para aspirar a un porvenir más satisfactorio. En estos anuncios, que mi ánimo soliviantado recibe como patadas en las espinillas, el conocimiento se ha convertido en un jarabe asqueroso, un remedio guardado en frascos que huele a podrido y que hay que hacer paladear a los menores de edad para evitar problemas de raquitismo. De sorprender a alguien entrando a saco en los botiquines e ingiriendo gratuitamente el contenido de esos botes, habría que aplicarle de inmediato un lavado de estómago: la cultura y los tranquilizantes no toleran sobredosis.

Pero hay más. La responsabilidad de que las generaciones venideras asimilen el conocimiento amasado por nuestros ancestros a lo largo de ocho milenios de curiosidad, tentativas, extravíos e impaciencia queda enteramente, según el anuncio, en manos de un funcionario que debe poseer la capacidad de despertar esa misma excitación, ese anhelo de lo insólito, en un cerebro desprovisto por completo de interés. Para entendernos: la publicidad asume (como el sistema educativo lleva demasiado tiempo haciendo ya) que la única solución a la indiferencia endémica de nuestros adolescentes es la devoción del profesor por su materia. Los centros están mal dotados, pero él sabrá sobreponerse; los problemas de indisciplina estorban el estudio, pero él sabrá improvisar un atajo; la administración es dura de oído, pero él sabrá encontrar el interruptor que hace tronar el megáfono. Yo me pregunto cuánto tiempo resistirá en la arena ese luchador solitario antes de que las circunstancias le arrebaten el fervor imprescindible para realizar su tarea. Acabamos de saber que la Junta pretende aprobar una paga extraordinaria de varios miles de euros para el cuerpo docente con el fin de mejorar lo que llama "rendimiento escolar": si sus educandos alcanzan ciertos objetivos que no se especifican, el maestro verá fortalecida su cuenta corriente y encontrará nuevos motivos para resistir las dentelladas de los leones. Más de lo mismo: en un sistema que se lleva diariamente las manos a la cabeza ante las evidencias del fracaso académico y que a duras penas encuentra salida para el hastío y la violencia, se encarga a un único agente la misión de restituir los platos rotos a la vitrina de que cayeron. A cambio, una zanahoria que le calme el hambre de hoy antes de que mañana las tripas vuelvan a rebelarse con los mismos alaridos de costumbre. Las palabras son tramposas. Es soborno y no incentivo un dinero que se coloca sobre el tapete no para premiar el esfuerzo de nadie, sino para obtener su silencio: el del gladiador que se deja herir sin que medie un grito.

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