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Columna
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Madrid, tenemos un problema

En la resaca de los comicios, vencedores y vencidos confluyen en el mismo arroyo, democráticamente barridos por los servicios de limpieza. Pasada su fecha de caducidad la cartelería electoral infunde tanta tristeza como esos adornos navideños que amarillean en las paredes de los bares hasta la primavera, preservados por la desidia. Nada tan triste, inútil y obsoleto como un cartel de una cita pasada con la imagen de un perdedor cuya sonrisa borraron las urnas implacables, caras y nombres que se desvanecerán como fantasmas, sombras para el olvido.

Madrid no ha cambiado de caras ni de nombres; la derecha municipal y autonómica, la de Esperanza y Alberto, cara y cruz de una misma y falsa moneda, ha salido reforzada y crecida el 27 de mayo. Esperanza y Alberto, como dos pájaros enlutados, sobrevuelan todavía flanqueando las grandes avenidas y en sus rostros se observa la premonición del triunfo, la cara del que sabe. Los vencidos, pájaros alicaídos, barridos por la gran tormenta, parecen pedir a gritos que les descuelguen cuanto antes de las farolas.

Electores hubo que votaron por la fama, 'glamour', el poder del carisma y la telegenia

Madrid quedó atado y bien atado. Los socialistas no creen en los milagros, nadie, ni el mismo Sebastián confiaba en su victoria, no saltó a la palestra como gladiador, sino como mártir para caer asaeteado en la arena del gran circo mediático. Lo intentó, al principio sin mucho convencimiento, luchó con sus pobres armas contra el favorito de la afición, incluso utilizó algunas viejas tretas, un puñado de arena a los ojos de su rival que pasó por la campaña sin romperse ni mancharse más de lo imprescindible, amparado por la inercia del poder y de sus múltiples recursos.

Muchos de los que refrendaron en las urnas a Esperanza y Alberto no lo hicieron convencidos por sus programas ni por sus ideas, se dejaron llevar por la corriente en boga, como en uno de esos espacios de telerrealidad, tan irreales, electores hubo que votaron por la fama y el glamour, por el poder que infunde carisma y telegenia a los que lo detentan mucho tiempo. Votaron a los que conocían, aunque les conocían, lo malo, bueno o regular conocido antes que lo desconocido. ¿Apoyan realmente los ciudadanos madrileños, el proyecto de ciudad y de comunidad de los candidatos populares, el de las grandes obras, ése en el que se plantan parquímetros y se talan árboles, el de los ríos de asfalto que desembocan en mares de ladrillo, en el que crecen torres como menhires de un culto ancestral que nació en la confusión de Babel? ¿Creen, de verdad, en la sanidad y en la enseñanza privatizadas, en la desamortización del sector público y en las presuntas virtudes de las grandes empresas y consorcios tutelando bajo contratos y subcontratos todos los ámbitos de la vida ciudadana y comunitaria?

¡Vaya preguntas!, cuestiones nimias, discursos, palabras y conceptos que fueron ruido de fondo en los debates. Esperanza y Alberto, sobre todo ella, jugaban en casa un encuentro que parecía y era de trámite, sobre todo para él. Cuatro años después de que le robaran el partido, Simancas pierde sin paliativos. "Tenemos un problema con Madrid", reconocen, a la fuerza ahorcan, en los cuarteles socialistas. "¡Madrid, tenemos un problema!", perdidos, desorbitados en el espacio los socialistas madrileños afrontan ya la búsqueda de nuevos candidatos, se buscan caras nuevas, comienza el casting en busca de jóvenes líderes que sean capaces de transmitir ese entusiasmo que se evaporó hace muchos años en el mapa electoral de Madrid, triángulo de las Bermudas del PSOE, punto negro, escollo insuperable.

Se precisan caras nuevas, no se requiere experiencia, se prefieren candidatos de refresco, sin estrenar en el circo político. No hay debate de ideas, ni ideas en el debate y los ideales no se sacan del armario, anticuados modelos para lucir en las flamantes pasarelas mediáticas, los ideales son rémoras que lastran la insoportable levedad del simulacro político.

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