Aire
Hace viento. Del Noroeste. Así está el cielo de limpio. Poco se ha movido el aire este año durante la feria; agua sí, y alguna turbonada con rayos y truenos que puso la escenografía romántica a tardes que ya guardaban de por sí misterios románticos y apariciones épicas.
Pero ayer era otra cosa; viento deslumbrador, de porte gaditano, aire marino y salinero en la meseta, que trae la voz imposible de Camarón, la muleta temeraria de Francisco Ruiz Miguel, el estoque certero de Rafael Ortega; aires de San Fernando en Las Ventas, tan luminosos como molestos para el toreo.
De la isla gaditana era también Benjamín Gómez, el primer novillero que salió a recibir a los santacolomas de La Quinta. Y acompañando el aire, su aire, llamó al primero por chicuelinas, alegres -airosas- en el quite. Y por airosos -alegres- faroles respondió Cañas. Pero en la muleta el aire se quedó solo. Sólo el aire que agitaba la muleta. El torero perdió el aire al novillo, y el novillo se quedó; se quedó sin aire. La banda quiso paliar el desaire tocando Francisco Alegre.
La Quinta / Gómez, Cañas, Lázaro
Novillos de La Quinta. Bravos y nobles. 3º, 4º y 6º se aplaudieron en el arrastre. Flojeó el 1º y fueron más sosos 2º y 5º. Benjamín Gómez: pinchazo y estocada baja (silencio); estocada y dos descabellos (silencio). Miguel Ángel Cañas: seis pinchazos y dos descabellos -aviso- (algunos pitos); dos pinchazos y estocada (silencio). José María Lázaro: pinchazo, pinchazo hondo y estocada -aviso- (saludos); estocada (oreja). Asistió la infanta Elena. Plaza de Las Ventas, 28 de mayo. 18ª corrida de abono. Lleno.
Barquillero, fijo en el peto, llevó castigo trasero, llevó chicuelinas, capotazos rodilla en tierra, mareos a una mano, otra vara, más quites genuflexos, tres pares de banderillas, un recibo desde lejos cambiado, y no abrió la boca. Cuando Cañas se lo quiso llevar tocando suave, mostrando maneras, con la tela adelantada, el toro dio por concluida su entrega: no abrió la boca, no dobló una mano, pero ya no quiso andar; no tenía aire.
Lázaro quería recuperar el aire perdido. Se arrodilló frente al túnel, y, una vez largado el toro por la vuelta azul del capote, se llevó ligero a Cubanero al centro, veroniqueando sin envolverlo, dejando escapar el aire. Juan Algaba se resarció en dos pares de los dos que Herrero dejó en el aire. De frente, con cadencia y aroma, empezó a embarcarlo Lázaro: series dulces y largas a muleta llena, cuyos oles redondos multiplicaba el aire. Compás abierto, la cintura al ritmo, partiendo la cadera y el toro con aire. Y aire de torero en la izquierda curva y melancólica y el afarolado lánguido al que el toro bravo respondía con aire. Pero pinchó al matar y lo desairó.
Benjamín Gómez llamó a Rociero, que se venía celoso y obediente a la muleta en terrenos del sol y que sólo pedía buen toreo. Pasaba largo por la izquierda e iba tan templado, tan dócil de embestida, que lo que hubo de ser faena grande sólo fue silencio amordazado en el aire.
Cordobés, el quinto de La Quinta, 532 kilos y hechuras de toro, se llevó dos largas de rodillas y la vara trasera y rectificada de un picador de Botero. También la tela parsimoniosa y desmañada de Lázaro en el quite. Tras el brindis de rigor a la Infanta, se dobló bajo el reloj y lo quiso hacer despacio, durmiendo el aire. Pero nos durmió a todos; toro incluido. Y soplaba airado el Noroeste.
Llegaba el último de la tarde. José María Lázaro había perdido con el estoque un trofeo en su primero. Los novillos de Santa Coloma, bravos y nobles, estaban embistiendo. No la iba a dejar escapar ahora.
Se echó Lázaro el capote al hombro, se encaminó de nuevo a toriles y el novillo, de salida, le saltó por encima. En el quite, el aire levantaba el capote de Benjamín Gómez, que le lanceó por delantales. Y cuando puso banderillas -bien, de frente y por derecho- David Adalid, habilidoso, largo y delgado como una mantis religiosa, la afición se excitaba y le coreaba los pares porque creía que se lo iba a llevar el aire. Saludó entre ovaciones.
El diestro comenzó su faena con ayudados por alto y por bajo, con derechazos sin perder la cara; hondos y ligados en la segunda serie, citando de lejos al novillo, que iba, repetía y circulaba con ansias de enroscarse en la muleta. Alegre, solicitaba el natural, y en el tercero saltó hasta rozarle la cara. Volvió a colarse y el susto le devolvió la tela a la diestra. Se había callado la plaza, y la rotundidad de los aplausos bajaba, empujada por el aire, por el plano inclinado del crepúsculo. Una certera estocada le puso en la mano una oreja.
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