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MIRADOR
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Yo también me dopé

El ciclismo profesional sigue sumido en una profunda crisis de credibilidad y no se ve una salida fácil del túnel independientemente de la catarata de confesiones de dopaje que se registran por parte de corredores de élite. La última, la del danés Bjarne Riis, ganador del Tour de 1996, aquel en el que Miguel Indurain no pudo revalidar su título por sexta vez consecutiva. "La EPO formaba parte de mi vida cotidiana". El ex jefe de filas del equipo Telekom afirmó que él mismo compraba la eritropoietina y que se la administraba por su cuenta. Otro de sus ex compañeros, Erik Zabel, que está aún en activo, también ha reconocido días atrás haberse servido de esa hormona que aumenta la cantidad de glóbulos rojos y mejora el rendimiento muscular. Ayer mismo, el ex masajista de Jan Ullrich declaró haber inyectado EPO al ganador del Tour de 1997. "Todos lo hacían", manifestó a un diario alemán. Ullrich anunció recientemente su retirada a raíz de su presunta implicación en la Operación Puerto, la mayor actuación policial contra el dopaje en España y que acaba de ser archivada. Indurain ha asegurado que él jamás recurrió a sustancias ilegales y que nadie le propuso doparse.

El ciclismo está enfangado, pero sería injusto generalizar. Las operaciones policiales y judiciales contra corredores en pleno Tour o en el Giro en los noventa fueron sólo la punta del iceberg. La Operación Puerto supuso el apartamiento temporal de estrellas como el italiano Ivan Basso. Y la última edición de la ronda francesa terminó en escándalo al descubrirse que el ganador, el americano Floyd Landis, se había dopado. Más que nunca es necesario el endurecimiento de penas y, sobre todo, normas comunes internacionales.

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