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Columna
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Siempre nos quedará Montenegro

¿Estamos dando la espalda al mundo -al mundo nacionalista, el que importa- rompiendo nuestras tradiciones? No había pasado nunca. En tiempos, aleteaba una mariposa en Eslovaquia o Ucrania y las más íntimas energías vascas echaban las campanas al vuelo, como presagio inminente de nuestra liberación. Hubo movida en Lituania, en Letonia, en Eslovenia, en Chechenia, en Georgia..., y el corazón se nos agitaba por la recién conquistada libertad de croatas, estonios, kazajos, moldavos. Confirmaba que, como siempre sospechara el alma vasca, ni imperios ni Estados son eternos y que los sometidos se liberaban por fin. Todo ello se saludaba con euforia, como la antesala de la inminente libertad vasca. Luego los manifiestos patrios se fueron tiñendo de indignación. ¿Cómo es posible que Eslovaquia y Bosnia sean independientes y nosotros no, con nuestro pedigrí? ¿Y esos nuevos -ni iban cuando se reunían las naciones sin Estado- que están en la Unión Europea y nosotros ni a la cola? Así que se ve con alguna ira el Festival de Eurovisión, al que van letonios, eslovenos y demás, y los campeonatos de fútbol -lo mismo: hasta Andorra, sólo faltan El Vaticano y Euskal Herria-.

Los nacionalistas escoceses no han caído en que lo importante no es la independencia, sino luchar por ella. Unos flojos.
En tiempos, aleteaba una mariposa en Eslovaquia o Ucrania y las más íntimas energías vascas echaban las campanas al vuelo

Aún así, nunca habíamos dejado de seguir los más nimios avatares nacionalistas del mundo exterior. Nada de Québec nos era ajeno, nada de Córcega ni de las islas Âland. Recuérdese el referéndum de Montenegro: enviamos comisión y reporteros, incluso algún telegrama de envidia. Vivimos el sueño de ser la Montenegro del Cantábrico.

Algo ha pasado. Con Montenegro se han acabado nuestras aventuras en el exterior. Desde entonces pasamos de lo que sucede fuera, nos miramos sólo a nosotros mismos, el ombligo no más. Y eso que las cosas se mueven en Québec, en Irlanda del Norte, en Escocia, en Flandes... los lugares con los que de siempre nos hemos identificado. ¿Qué reacción han tenido aquí los trascendentales sucesos de estas naciones hermanas? Poca cosa: algún artículo de prensa y breves declaraciones. Nada de las euforias de antaño, ni salutaciones de partido, ni usos electorales viéndonos así como un caso más del irrefrenable proceso internacional de liberación de naciones oprimidas, lo que siempre anima a la ciudadanía.

Cabe entender que se haya silenciado lo de Québec, otrora faro luminoso donde se miraban los nuestros, pues los independentistas de allí se hacían con el poder y convocaban referéndums (1980, 1995). Salían mal, pero el plebiscito ya calentaba el ambiente.

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Además, existía una interpretación teleológica. Como recuperar la libertad patria se ve como un hecho natural, tendía a suponerse que los ineludibles avances de las conciencias nacionales harían que progresase el independentismo siempre a más, hasta su fin inevitable: la independencia. No ha sucedido así, sino que el Partido Quebequés, el independentista -de ganar, prometía otro referéndum, a la tercera la vencida-, ha quedado en el 28%. Conviene callar el caso, que sugiere la contingencia y veleidad de la ciudadanía, no siempre atenta a los llamados de la sangre.

Tampoco ha resonado mucho el último acuerdo de Irlanda del Norte, pese a su trascendencia. Bien, Arnaldo hizo declaraciones e Ibarretxe estableció paralelismos con procesos de paz y concluyó que había que resolver el "último conflicto de Europa" (piensa que es la cosa vasca). Sin embargo, no hubo entusiasmos nacionalistas por la solución irlandesa ni alabanzas al modelo final. ¿Se deberá a que, después de todo, la ambición norirlandesa consiste en llegar a una autonomía como la que aquí tenemos desde hace treinta años (se conformarían con bastante menos)? ¿A que los nacionalistas se han dado cuenta de que lo nuestro y lo de los irlandeses nada tiene que ver? No parece probable, pues les suelen ser consustanciales las grandes certezas. No requieren soportes de veracidad.

Ni siquiera lo de Escocia ha levantado las euforias, y eso que daba pie. Por primera vez los independentistas ocupan el gobierno de Escocia y en el Parlamento son el grupo más numeroso. Les soporta sólo un tercio de los votos y su ascenso puede deberse a la debacle laborista de Blair, no a entusiasmos telúricos, pero estas menudencias siempre han sido pecata minuta para los análisis nacionalistas, que deberían entusiasmarse con un referéndum escocés por la independencia el año 2010, albricias para la cosa vasca. Ni por esas. Se puso contento Arnaldo y EA aseguró que así se ven los avances nacionales en Europa, pero poca cosa se antoja. ¿Influirá en el retraimiento la idea de que los escoceses votarán sin más "independencia sí" (o "no"), sin Planes, ambigüedades, ni derecho a ser y decidir? A lo mejor: los nuestros les considerarán unos incautos, sin la sofisticación que da la historia. Los nacionalistas escoceses no han caído en que lo importante no es la independencia, sino luchar por ella. Unos flojos.

Ni siquiera se nota la inminencia de las elecciones de Bélgica, que están al caer y se pronostica gran avance del independentismo de Flandes -la región rica que quiere quitarse a la pobre, pues le sale cara-. Hasta ha habido una manifestación independentista inmensa. Tampoco arden las estructuras íntimas del nacionalismo vasco: esto no sucedía antes.

Pese a tantas emociones, pasamos de todo lo de allende las fronteras. Hipótesis explicativas: ya nos interesa exclusivamente lo nuestro, quizás es el final inevitable del nacionalismo; nos gusta el exterior sólo para darles la brasa con nuestros padecimientos; estos nacionalismos apenas hablan de identidades seculares; como somos milenarios, estos pueblos -alguno sólo con unos siglillos- son unos recién nacidos a los que guiar, no al revés. Pero quizás lo más probable sea que, después de la emoción de la independencia de Montenegro, lo de los quebequeses, norirlandeses, escoceses y flamencos parezcan amaneramientos políticos. Aquello sí que fue.

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