Renunciar a algo para ganar todos
Me apasionan las ciudades. Amo su diversidad, su compleja y contradictoria realidad, porque es donde se pone a prueba la expresión más humana de nuestra capacidad de relación. Todas las urbes son imperfectas. Como aquella Babel primera, representan un esforzado intento colectivo de comunicación y una amenaza constante de confusión y fracaso.
Madrid derrocha energía. Pero el desgaste que sufrimos los ciudadanos es inmenso, intolerable.
Soy urbanita convencida, pero, por mucho que intente imaginarlo, estoy segura de que no sirvo para hacer política. Más de uno pensará que tal y como está el panorama, tener una arquitecta de alcaldesa podría ser como poner las ovejas al cuidado del lobo. Puesta a hacer de lobo, traería malas noticias: hablaría de lo imprescindible, lo necesario y lo superfluo. Si nos paramos a pensar -misión imposible-, resulta que mucho de lo que hoy es indispensable ni siquiera existía ayer. ¿Es ineludible sufrir el privilegio de una hipoteca? ¿Es inevitable convertir al ciudadano en un individuo megalómano, aislado y estúpido? ¿Por qué sacrificar lo esencial, el amor y el conocimiento? ¿Por qué desperdiciar la vida en consumir consumiéndote?
"Se puede vivir con menos, pero nunca está mal disponer de mucho más de lo que se necesita", así manipula la publicidad, sin hablar del verdadero coste de los excesos. Exigimos a la publicidad y a los políticos que falseen la realidad, que nos digan que el sueño loco es posible. Pero, en la ciudad, todos debemos renunciar a algo para ganar todos. La cuestión es a qué renunciamos y a qué precio.
Como tantos otros madrileños, en cuanto puedo, escapo de Madrid. Cuando escribo esto estoy en Saint-Louis (Senegal). Es una ciudad muy pobre y muy hermosa, declarada Patrimonio de la Humanidad, que se asienta sobre una cuadrícula perfecta en una isla natural de forma alargada. Este trozo de tierra se une al continente por un fastuoso y decrépito puente de hierro diseñado por Gustave Eiffel. Y frente a la isla, el barrio de orgullosos pescadores, miserable, sucio y polvoriento, ofrece la imagen colorista de miles de cayucos atracados a lo largo de su costa, algunos a punto de escapar buscando mejor suerte. Saint-Louis es una ínfima Manhattan, decadente y perdida. Pero sucede que, aquí, al otro lado del espejo, una sociedad de mínimos atesora la solidaridad, la hospitalidad y la dignidad como esencia de la vida en la ciudad.
Sueño con un Madrid alerta, sostenible y autocrítico que mira en todas las direcciones. Una ciudad a contracorriente, dispuesta a renunciar para vivir.
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