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Columna
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Votar por la cruzada

José María Ridao

Si algo ha demostrado la campaña para las elecciones municipales y autonómicas del día 27 es que, en España, el error ha dejado de existir. En el clima de confrontación febril que se vive desde el inicio de la legislatura, el criterio que ha terminado por imponerse para reclamar el voto no es el de la eficacia de las medidas que los partidos han tomado o se proponen tomar desde los ayuntamientos o las comunidades, sino el de su dignidad o indignidad, el de su moralidad o inmoralidad. Por insólito que parezca, la buena nueva que se repite de manera más o menos abierta en cada mitin es que en nuestro país no hay espacio para que nadie se equivoque, y eso podría resultar un milagro reconfortante. Podría, en efecto, si la consecuencia inmediata no fuera que, tras abolir el error, todo se pretende medir en términos de delito, incluso de pecado. Es decir, que la campaña no se ha propuesto hasta ahora convocar a unas elecciones para que los ciudadanos escojan las políticas municipales y autonómicas más acertadas a su juicio, sino a una cruzada para arrojar a las tinieblas exteriores a los indignos y a los inmorales.

La corrupción urbanística se ha convertido en uno de los mayores problemas a los que se enfrenta el país, con graves secuelas como la destrucción de las costas, la carestía de la vivienda o la consolidación de una bolsa de economía sumergida en la que prosperan las mafias y, en último extremo, se dan las condiciones para absorber una parte sustancial de la mano de obra que entra ilegalmente en el país. No se trata de una situación a la que se haya llegado por generación espontánea. La Ley del suelo de 1998, aprobada bajo los efectos de un prejuicio ideológico que se presentó como liberal, aunque estuviera lejos de serlo, convirtió la totalidad del territorio en urbanizable, salvo contadas excepciones. La oferta masiva de terreno -se pensó entonces- haría que el precio bajase de acuerdo con el mecanismo elemental del mercado. Pero el resultado fue exactamente el inverso: menos de una década más tarde, el precio del suelo ha alcanzado cifras que sólo se explican por una especulación desbocada en la que la frontera entre la legalidad y la ilegalidad ha terminado por desdibujarse.

La razón fue que la Ley del 98 hizo recaer la responsabilidad de declarar los terrenos rústicos como urbanizables sobre los ayuntamientos, un ámbito del Estado con permanentes problemas de financiación. De esta circunstancia arranca el proceso que ha dado lugar a la degradación urbana y a las aberraciones ambientales a las que hoy se asiste. Seguramente, los ayuntamientos vieron en las recalificaciones un instrumento tal vez alegal, pero hasta cierto punto defendible, para remediar su déficit crónico: a cambio de declarar suelo rústico como urbanizable, constructores y promotores se comprometían a realizar las obras e inversiones que cada municipio necesitaba con urgencia. Y a partir de ahí, todo empezó a ser cuestión de margen y de suspensión de los escrúpulos. Si las recalificaciones financiaban las obras en favor de los municipios, el paso siguiente consistió en aceptar que financiasen, además, otra de las instituciones paupérrimas: los partidos políticos, de los que, al fin y al cabo, dependía el poder municipal. La alegalidad comenzó a coquetear imprudentemente con la ilegalidad, hasta que acabó siendo devorada por ella, de manera que las recalificaciones empezaron a financiar la tarea de mediadores y buscavidas y, en definitiva, los bolsillos privados.

No puede decirse, desde luego, que la corrupción urbanística no haya estado presente en esta campaña para las elecciones. El problema es cómo ha estado presente. Ni los líderes nacionales, ni los autonómicos ni los locales han dedicado mucho tiempo a proponer soluciones para el error monumental que se cometió en 1998, una desatención tanto más llamativa cuanto que se ha aprobado una nueva Ley del Suelo coincidiendo con el inicio de la campaña. Nadie parece reclamar el voto sobre la base de que fue una decisión equivocada, de la que alguien debería responder políticamente, con independencia de que, además, cada partido depure de sus filas a quienes se hayan dejado arrastrar por la tentación. Entendida como cruzada moral y no como ejercicio político, la batalla electoral parece haberse limitado hasta ahora a solicitar la absolución propia y la condena del adversario, haciendo que el voto convalide la actitud del fariseo y confirme que son pajas lo que hay en el ojo de unos y vigas las que hay en el de los otros.

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