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Crónica:DON DE GENTES
Crónica
Texto informativo con interpretación

La prima Maribel

Elvira Lindo

LA ÚNICA PEGA que yo le veo al taxi es que es imposible leer sin marearse. Eso pensé, cuando de camino al Hotel Tudor, intentaba leer la crónica que el New York Times le dedicaba a Martirio, que había actuado la noche pasada en el Joe?s Pub, un prestigioso club de jazz. Nada, imposible, pensé. Cerré el periódico intentando relajarme para no sentir los tremendos baches del asfalto neoyorkino en mi pobre coxis. Sospecho que los taxistas, que provienen casi todos de países pobres, aprovechan para vengarse en el culo del cliente occidental. Triste decirlo pero en el taxi la alianza de civilizaciones no funciona. De pronto me dio un barrunto, "tendría que viajar más a menudo en el metro". Pero luego pensé en el tío que no hace mucho robó en una obra una sierra automática, bajó a mi parada, y a un pobre viajero le cortó un brazo sin mediar palabra. Tampoco es que yo crea que si te van a cortar un brazo es mejor que te lo avisen, "Mira, que es que te voy a cortar un brazo", quiero decir que lo hizo sin razones aparentes, dejando aparte, según apuntaba un psicólogo, un claro desequilibrio mental. Los psicólogos siempre dando en la diana. Bien mirado, pensé, Nueva York es una ciudad segura salvo ese día en que te cruzas con un desequilibrado. Esta semana detuvieron a un hombre sin brazos y sin una pierna que atemorizaba a los peatones conduciendo como un loco y desafiando a la policía. Yo, sin ser psicóloga, me atrevería a calificarlo de desequilibrado, pero también, qué caramba, le reconocería cierto mérito, porque esquivar a la policía americana conduciendo con una sola pierna es digno de mención. Vamos, yo no desafiaría a la policía americana ni aunque fuera la diosa Shiva, que tiene como seis brazos. Al Hotel Tudor iba a ver a la "diosa de la oscuridad", como así llamó el crítico entusiasta de NYTimes a nuestra Martirio. Ese hotel, como tantos otros donde se hospedan los españoles a Manhattan, sume a los turistas en una confusión añadida a la del cambio horario. Casi todos están situados en calles horribles, o demasiado ruidosas y caóticas, que les hacen creerse en Bangkok, o demasiado tristes, que les desconsuelan los dos primeros días. A mi Martirio me la pusieron en un calle ancha y sosa y en un hotel que sería como tantos, de los de la eterna moqueta y el ruido de los aires acondicionados. Allí estaba, en la puerta, despidiéndose de un músico cubano con esa especie de fraternidad que une a los músicos de la tierra. Hay un primer momento en el que siempre dudo al verla si es ella o no. Es como cuando ves a tu enfermera fuera del hospital. Martirio, sin uniforme, ya no es Martirio sino Maribel. Yo estaba allí sólo para decirle que me había dado rabia no poder estar entre esas doscientas personas de un público sobre todo latino que la aplaudieron como locos. "Sobre todo con el abanico, lo que le gusta a esta gente el abanico". Y lo que les gustan los boleros. Para los cubanos que la siguen en América son canciones que escucharon de niñez y que ahora encuentran prodigiosamente en Primavera en Nueva York. Maribel me contaba cómo vistió a su Martirio, con una peineta que imitaba la corona de la estatua de la Libertad y con un vestido negro que le había hecho Elena Benarroch. Para rematar la faena terminó regalándole al público La bien pagá. Lo más chocante de la crítica de Ben Ratliff era el conocimiento que demostraba en música española y cómo decía echar en falta en las canciones americanas las metáforas tan calientes de los boleros y la copla. ¡Hasta nombraba a Juanita Reina! Y allí estaba yo, el día después, recién llegada y mirando como desde un sueño a esa mujer de ojos grandes y claros. ¡Qué pena esconderlos siempre!, le dije. Pena no, que eso a mí me da mucho misterio. Como el jetlag pone un poco tristón, yo veía las cosas por el lado sombrío: "Pero nadie te reconoce por la calle para decirte un piropo, eso siempre le gusta a una artista". No había quien entristeciera a Maribel la otra mañana: Martirio había triunfado la noche anterior en Nueva York, y lo decían los papeles. "Si yo quiero que me reconozcan, me reconocen, yo voy a la pescadería en Madrid, y digo bien alto, ¡Me da kilo y medio de besugo!, y ahí todo el mundo se vuelve". Hablamos de hijos que están al otro lado del océano. Ella está que no cabe en sí. Más madre que artista me empieza a hablar de lo buen guitarrista que le ha salido el niño, de lo que le gusta hacer gira con él y, de pronto, parece haberse olvidado de Martirio, como si fuera una ventrilocua que hubiera metido a la muñeca en una de esas maletas, junto al traje negro de "princesa de la oscuridad" y la peineta manhatteña. Me despido de ella al lado del taxi, como esa rara familiaridad que se crea en el extranjero. Es Maribel, la prima que ha venido a verte. La prima que te pone al día sobre su vida, sin reservas, en cinco minutos, que te habla de sus tiempos de relax en su casita de pueblo en Macharaviaya, Málaga, donde le gusta cocinar para los amigos que suben a verla. "Y no bajo a la playa, me quedo ahí, dándome con la manguera en el patio". Y esa frase parece de pronto la letra de una de esas sevillanas geniales que compuso hace un tiempo. "Pásate por allí, dice ya dentro del taxi, en serio te lo digo". Y aunque sé que son promesas que nunca se cumplen, le aseguro que sí, que allí nos veremos. Digo adiós con la mano. Da pena de que sea vaya, la prima.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.
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