La fábula del león y el democristiano
El cuento debió gestarse en la Italia, cuando el secuestro y muerte de Aldo Moro después de haber sido abandonado por los suyos: en la Roma de los césares el Coliseo tenía sus buenos espectáculos: lucharon los gladiadores y sacaron a los cristianos, un número de éxito seguro. Los rugidos de las fieras se confundían con el vocerío de las gradas. Hasta que se hizo un silencio atónito y alguien con vistas al anfiteatro comentó la escena: "Han sacado a los demócratas-cristianos y se están comiendo a los leones".
Por la puerta falsa está regresando la política confesional y la Comunidad Valenciana es su adelantada. Desde 1977 la opción democristiana ha fracasado en las urnas. En 1989 el Partido Popular la integró y a la vista de experiencias anteriores, sus seguidores escogieron la discreción ideológica antes que ser arrojados de nuevo a las tinieblas exteriores. Pero de otro modo, sin pasar por el registro de asociaciones ni presentarse a un congreso, el ideario confesional ha vuelto a la política, esta vez teñido de un fundamentalismo que hace de la democracia cristiana -la del Coliseo romano y la Transición- una tierna criatura en comparación con la Gran Armada de cadenas de radio, concesiones televisivas y universidades diocesanas sufragadas con recursos aportados por el Estado laico, el de todos, el encargado de promover y garantizar la convivencia desde el reconocimiento de las diferencias y el respeto a las creencias ajenas.
De manera subrepticia los nuevos nacional-católicos han pasado a controlar el PP en la Comunidad Valenciana. En los últimos años, en privado y con cierto desdén, el sector afín a Eduardo Zaplana se refería a la corriente seguidora del Sr. Camps con el calificativo de los cristianos. Puesto que ninguno de aquellos podía reputarse de anticlerical, algunos presumían de buenos católicos y hasta el mismo Zaplana presidió la delegación que asistió en la Santa Sede a la canonización de los Mártires valencianos de la Cruzada, hemos de deducir que el epíteto no encerraba una crítica a las convicciones de sus enemigos, sino a un modo de actuar que se ampara en una concepción esencialista de la religión con la finalidad de desarrollar espíritu de grupo... de poder, por supuesto.
Ahora se ha podido comprobar la ferocidad del Sr. Camps: de haber sido preciso hubiera devorado de una dentellada a los leones y a los democristianos. Al confeccionar las listas electorales se ha conformado con engullirse a los zaplanistas, a los liberal-reformistas llegados de la izquierda y a antiguos regionalistas de sentido común. ¿Qué se hará en adelante de la derecha laica? A la guerra con la guerra, dijo el general Weyler al tomar posesión en 1896 de su mando en Cuba. A la guerra con la guerra, proclaman los espíritus tenidos durante un tiempo por beatíficos. Con los ganadores sigue un habitual en los últimos veinticinco años, nuestro particular Fouché, quien después de haber ejercido de materia gris con Zaplana hace otro tanto para el sucesor, o el sucesor del interino, pues casi siempre olvido al Sr. Olivas, como Billy Bob Thorton, el presidente que nunca estuvo allí. Todo un ejercicio de malabarismo al servicio de la continuidad, personal, se entiende: desde la militancia en el pensamiento Mao Tse-tung al servicio de la línea del hisopo y el martillo (de herejes), eso sí, sin despegarse del viento, antes del pueblo, ahora popular.
Entre tanto, el Sr. Camps prepara un grupo parlamentario de fieles, cualquiera que sea la acepción del vocablo. ¿Otra jugada maestra? La mayor habilidad del Sr. Camps, aparte de hacerse omnipresente en la televisión pública en la misma medida que sus promesas se hacían invisibles, ha sido presidir la Generalitat como el director de un circo de varias pistas. Cuando no distraía la atención hacia las pugnas con el grupo que le había colocado de candidato, ejercía de víctima en un sorprendente ejercicio de defensa de la cohesión territorial que busca enfrentarnos a todos. Demandaba agua porque los campos agrarios -y los otros- estaban sedientos e impedía que comenzaran las obras de las desalinizadoras aprobadas por el Ministerio de Medio Ambiente. Hacía consejero del ramo del ladrillo a quien ha pasado por un émulo local de Al Gore, casi al mismo tiempo que el Parlamento europeo reprobaba la legislación de la Comunidad Valenciana en materia urbanística, y después la emprendía con la alta institución de Bruselas con descalificaciones que sólo la ultraderecha antieuropeísta se atreve a propalar. Anunciaba la racionalización del sistema universitario mientras regalaba al arzobispo una Facultad de Medicina. Solicitaba al Gobierno central nuevas transferencias financieras mientras su Administración registraba las más elevadas cifras de sobrecostes que se conocen en la obra pública española, o en esas maravillas que fueron las bienales de arte, sin expositores ni público. Ha dispuesto de un consejero de Sanidad tan solícito que, previa cita, se ofrece a llevarnos la maleta cuando recibimos el alta hospitalaria pero a los diez meses de la catástrofe del metro de Valencia el Sr. Camps todavía no se ha reunido con las víctimas y familiares para escuchar y ofrecer una unidad de atención integral, petición bastante razonable de estos ciudadanos; los responsables políticos y los gestores del transporte público siniestrado siguen ocupando sus cargos, para vergüenza y descrédito de las instituciones mientras la publicidad electoral de su partido acapara las vallas de las estaciones del suburbano.
Nada parece real en la Comunidad Valenciana oficial después de reducir la gestión de la Generalitat a puro ilusionismo. Queda la asociación de los leones de ocasión y los fundamentalistas dispuestos a seguir mordiendo todo cuerpo, también el social, que se ponga por delante. ¿Es saludable, para las gentes y para el país, dejar que se consolide una máquina de poder de estas características?
José A. Piqueras es catedrático de Historia de la Universitat Jaume I y portavoz del foro cívico Verificar (www.verificar.net)
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