Enfermos de cine, enfermos de realidad
Cristian Mungiu relata cómo era Rumania poco antes de la caída de Ceausescu
El criminal de Zodiac, la última película de David Fincher, había visto varias veces El malvado Zaroff, una película de 1932 en la que, en busca de emociones cada vez más fuertes, el millonario propietario de una isla organiza cacerías en las que la fiera a abatir es un hombre.
¿El cine nos ayuda a ser mejores? ¿A comprender mejor el mundo? Estas preguntas no tienen una respuesta fácil
Mungiu filma de frente el desastre, Fincher lo convoca con sutiles efectos narrativos
El caso de asesino en serie que cuenta Fincher, que ocurrió a finales de los sesenta, inspiró a Donald Siegel y Clint Eastwood a la hora de realizar Harry el Sucio. Los personajes de Zodiac van a verla y los más implicados en la pesquisa no aguantan la proyección hasta el final: la diferencia entre la realidad contra la que ellos luchan a diario no tiene nada que ver con esa que Eastwood-Siegel resuelven a tiros.
Para subir la realidad a la pantalla, Hollywood necesita formatearla de acuerdo con sus esquemas narrativos y morales. Los propios protagonistas de los hechos utilizan el cine y sus convenciones para existir. O son vampirizados por ellos, tal y como le ocurrió al detective David Toschi, que fue imitado en su manera de llevar la cartuchera por Steve McQueen en Bullit para, más tarde, ser acusado de autoescribirse cartas de amenaza para seguir estando en el candelero informativo.
En 4 luni, 3 saptamini si 2 zile (4 meses, 3 semanas y 2 días), la realidad no necesita del filtro previo del cine para poder servir como material cinematográfico. El rumano Cristian Mungiu nos cuenta cómo era su país cuando él tenía 20 años, en 1988, poco antes de la caída de Ceausescu.
En la residencia universitaria reina el mercado negro, no hay de nada pero todo puede comprarse si se sabe llamar a la buena puerta. El aborto está prohibido pero se practica. El país es pobre pero lo peor es que además es miserable. Los jóvenes son confrontados al doble lenguaje, obligados a mentir para sobrevivir, a dejarse violar para no ser denunciados.
Mungiu filma de frente el desastre, Fincher lo convoca con sutiles efectos narrativos. Mungiu logra hacer subir la tensión dejando que el plano se alargue y la protagonista, angustiada y en el centro del mismo, se sienta más y más ausente del mundo que la rodea. Cuando necesita que nos identifiquemos con los miedos de ella, la capta cámara al hombro, en medio de una oscuridad casi absoluta; Fincher recurre al montaje, a los clásicos collages que comprimen el tiempo, a alteraciones en el volumen de sonido que subrayan la importancia de ciertos hallazgos. Al final, al rumano le traiciona el guión y, muy probablemente, la propia realidad a la que él sin duda debe ser fiel: las dos amigas, en vez de enfadarse entre ellas, tal y como exigiría un argumento bien escrito y razonado, no se enfrentan y optan por el silencio. Fincher, en cambio, aunque sabe que el caso del asesino en serie nunca se resolvió, nos indica claramente quién es el culpable. El cine le gana a la realidad.
¿El cine nos ayuda a ser mejores? ¿A comprender mejor el mundo? Estas preguntas inspiraron los ensayos filosóficos de Stanley Cavell. No tienen una respuesta fácil aunque Buster Keaton, proyeccionista que corteja a una novia en Sherlock Jr., ya proponía en su momento una respuesta: Buster Keaton mira cómo actúa el galán de la pantalla y le imita en su afán de seducir a la chica pero, tras un fundido a negro, descubre que el elegante petimetre del filme es ahora el desabotonado padre de tres criaturas. Ahí se interrumpen las ganas de Buster Keaton de seguir el cine como modelo.
Babelia
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