Lenguas y heráldica
Comencemos por recapitular lo evidente. Hoy, en Cataluña, la lengua castellana no es objeto de persecución ni atropello, ni tampoco se halla en recesión, ni en un proceso de pérdida de usuarios. Bien al contrario, tras 27 años de autonomía, el castellano sigue siendo largamente hegemónico en todos los sectores de la prensa periódica (desde la deportiva hasta la rosa, pasando por la de información general), en los estantes de las librerías, en el dial de los receptores de radio, en la oferta y el consumo de televisión, en la Administración de justicia, en el etiquetado de toda suerte de productos, en los documentos notariales, en los consultorios médicos, en las carteleras cinematográficas, en la publicidad, en los menús de la telefonía móvil, en los programas informáticos y en muchísimos otros ámbitos o actividades. Y, por supuesto, mantiene sólidas posiciones en todos los demás terrenos, incluyendo algunos tan significativos como la docencia universitaria, la actividad política y la rotulación comercial.
Todas las lenguas son iguales en valor y en dignidad
Algunos creen en un castellano con 'rango' de 'lengua alta'
En la cotidianidad de una jornada cualquiera, al tomar un taxi, consumir un café, almorzar fuera de casa o comprarse unos zapatos, es el ciudadano catalanohablante el que, para evitar una discusión, para no parecer antipático o para no perder tiempo, se ve repetidamente forzado a cambiar de idioma y acomodarse al castellano de su interlocutor. Lo contrario constituye una excepción, y el mero hecho de mantener desde el catalán una conversación bilingüe resulta tan insólito y parece a muchos tan descortés, que hace algunas semanas una médico perdió momentáneamente su empleo en un centro privado por hacerlo.
A mayor abundamiento: durante los últimos lustros llegaron y se han establecido en Cataluña más de un millón de personas de procedencia extraeuropea. De ellas, varios cientos de miles tenían el castellano o español como lengua materna; ni una sola, en cambio, era catalanohablante de origen. ¿Acaso este fenómeno no ha modificado el paisaje lingüístico del país en claro beneficio de la lengua de Cervantes? En suma: después de dos décadas largas de inmersión escolar en catalán, ningún niño o adolescente que tuviese el castellano como lengua familiar, como primera lengua, la ha cambiado por el catalán. Ninguno. De haberse dado un caso tal de abducción lingüística, lo sabríamos porque determinadas cabeceras mediáticas habrían hecho famoso a semejante mártir. Simplemente -y de eso se trataba-, cientos de miles de alumnos han adquirido también el dominio del catalán y lo usan de modo selectivo, según las circunstancias y el interlocutor. Casi me emocioné el otro día al coincidir, a bordo de un transporte público, con un grupo de escolares que, por sus rasgos físicos, parecían salidos de aquel álbum de Tintín, El templo del sol. Entre sí, los chavales hablaban un castellano con característico acento andino; cuando, excitados, preguntaban a la maestra acerca de la excursión en marcha, lo hacían en un catalán tan espontáneo como impecable. He aquí -me dije- a unas pobres víctimas del sadismo educativo de la Generalitat en materia de lenguas.
Siendo ésta la realidad, y una realidad comprobable a simple vista sólo con una semana de estancia en Cataluña, ¿cómo se explica que, cíclicamente y desde principios de los años ochenta, medios de comunicación, intelectuales y partidos políticos españoles denuncien la imaginaria persecución, la ficticia discriminación, la inventada agonía del castellano en Cataluña? Sí, por supuesto: existen presuntos comunicadores instalados profesionalmente en el embuste y la intoxicación, y también fuerzas políticas dispuestas a fabricar un falso problema para luego sacarle rendimiento electoral. Pero, descontadas la mentira consciente, la demagogia y hasta las paranoias personales, tiene que haber algo más.
Cuando, todavía la semana pasada, gentes cultas, viajadas y a las que cabe suponer intelectualmente honestas como el vicedirector de la Real Academia Española, don Gregorio Salvador, o el feraz novelista Arturo Pérez-Reverte, insistían en la leyenda persecutoria, no se referían a la salud sociolingüística del castellano en Cataluña, que es envidiable, sino a su posición heráldica, a su estatus simbólico. 75 años atrás, en pleno debate parlamentario del Estatuto de 1932, José Ortega y Gasset había dicho, a propósito del futuro régimen lingüístico en la Cataluña autónoma: "El Estado español, que es el poder prevaleciente, tiene una sola lengua, la española, y ésta es, por ineludible consecuencia, la que jurídicamente tiene que prevalecer".
Pues tal parece que algunos no se han movido de ahí, del prevalecer. Quizá sea el legado de Antonio de Nebrija -"es la lengua compañera del imperio..."-, pero lo que de veras desasosiega y resulta intolerable a muchos intelectuales y opinadores de allende el Ebro es que, en una porción de la España legal y política, el idioma castellano no prevalezca lo bastante, no goce de todos los privilegios ni ejerza su arrolladora hegemonía en absolutamente todos los terrenos. El académico Gregorio Salvador casi lo confesó el otro día al afirmar que, "en definitiva, las lenguas no son iguales; sirven fundamentalmente para comunicarse, y no es lo mismo una que permite hacerlo con tres millones de personas que otra que sirve para hablar con 400 millones".
Si don Gregorio y sus epígonos defendiesen -como fingen- los derechos de los hablantes, no los vincularían al tamaño de la comunidad lingüística, porque todas las lenguas son iguales en valor y en dignidad. Pero lo que defienden es el rango del castellano en Cataluña, su posición indisputada de lengua alta. Y no aceptan que se le regatee este rango en la escuela o en la Administración autonómica. Y no comprenden cómo, pudiendo abrazar esa gran lengua universal, tres o cinco miserables millones de individuos nos obstinamos en mantener viva una pequeña lengua de andar por casa.
Ni Gregorio Salvador ni Arturo Pérez-Reverte son magistrados del Tribunal Constitucional, pero unos y otros respiran en el mismo ambiente.
es historiador.
Joan B. Culla i Clarà
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