La política antiterrorista
ETA, claro está, es un problema. Por su persistencia, quizá el mayor de los que tiene España, siempre que el otro terrorismo, el islamista, no nos vuelva a golpear. Casi cuarenta años sin que la dictadura ni la democracia hayan conseguido erradicarlo, pese a que, como es lógico, todos los gobiernos lo han intentado. Si se exceptúa el muy lamentable episodio de la guerra sucia de los GAL, la vía que se ha seguido para acabar con ETA es la que debe seguirse contra quienes se colocan fuera de la ley, a saber, la policía y la justicia. Esa labor, difícil, meritoria y arriesgada, ha servido para contener el terrorismo de los radicales vascos, pero desgraciadamente no lo ha hecho desaparecer. Por ello, todos los gobiernos han buscado también presionar sobre ETA y su entorno para convencerlos de algo que a los demás nos parece evidente, esto es, que la violencia no conduce a nada y que los etarras y sus partidarios, si aceptaran la democracia, podrían defender sus ideas independentistas sin cortapisas. Esa presión la han ejercido González, Aznar y Zapatero, ofreciendo a cambio del abandono de la violencia lo que un gobierno puede ofrecer: facilitar la transición democrática de los violentos, si es que se deciden a hacerla, y siempre que esa transición fuera total e irreversible, proceder a la paulatina liberación del medio millar de presos etarras. Hasta el presente, sin embargo, esa segunda vía sólo ha dado resultados parciales, como cuando la llamada rama político-militar dejó la violencia años ha.
Hoy, con todo, hay motivos de esperanza, que tienen que ir acompañados de una gran cautela. Ésta es de rigor después de lo que ocurrió a finales del año pasado, cuando un atentado vino a contradecir brutalmente unas palabras de optimismo del presidente del Gobierno. ¿Por qué ese optimismo? Hay dos razones. La primera sería el hecho de que la duración misma de la violencia como arma política indica su inutilidad. Esa idea podría ir calando entre los etarras, aunque sin duda hay entre ellos un núcleo duro que piensa lo contrario, se aferra a la inercia y sólo quiere la autojustificación de su lucha. Probablemente en el seno de ETA se enfrentan ambas posiciones y de quién predomine dependerá en buena parte la continuación o la desaparición de la violencia. La existencia del terrorismo islamista y el espanto que produce es una segunda razón para confiar en que cualquier otro terrorismo tenga sus días contados en Occidente, donde todos los países están unidos en la lucha contra ese tipo de violencia, proceda de donde proceda.
En todo caso, al problema que supone ETA se suma el hecho de que en los últimos tres años la política antiterrorista se ha convertido en uno de los ejes de la actuación del Partido Popular. Con miras a las elecciones del año que viene, es cierto que si la violencia acabara, el Gobierno se apuntaría un gran tanto. Si aumentara, quedaría, en cambio, malparado. En esta última dicotomía, el PP juega de modo decidido a la carta de que Zapatero no va a acabar con ETA. Pero aún va más lejos. No sólo la política antiterrorista del Gobierno es infructuosa, sino que supone una rendición. Esta afirmación, huelga decirlo, no tiene ni pies ni cabeza. El que un gobierno se rindiera ante el terrorismo sería algo tan insólito, tan anómalo, que carece de toda lógica. Si fuera cierto, sería un caso único en el mundo. ¿Qué explicación tendría? Sólo puede haber dos, a cuál más disparatada. La primera sería la de que nuestros gobernantes padecen una suerte de deficiencia mental, pues toman decisiones que únicamente les acarrean grandes inconvenientes y ninguna ventaja. La segunda explicación es todavía más descabellada: el Gobierno se rinde porque está agradecido a ETA, ya que fueron etarras, en connivencia con islamistas, quienes, inducidos por unos sospechosos autores intelectuales, cometieron el atentado del 11-M que dio el triunfo a los socialistas en las elecciones de tres días después. Esta última hipótesis, defendida hasta hace poco por muchos políticos de la oposición, muestra hasta dónde lleva en la cosa pública el desquiciamiento.
Aunque no sea muy ético, por tratarse de un asunto donde debería prevalecer claramente el interés general sobre los intereses partidistas, es hasta cierto punto lógico que desde la oposición se critique la política antiterrorista del Gobierno. Éste,mientras ETA no desaparezca, presenta un flanco vulnerable, por más que esa vulnerabilidad exista desde hace decenios, incluidos los tiempos en que gobernaban los populares. Pero si éstos critican todo o casi todo lo que hace el Gobierno, ¿cómo no iban a criticar uno de los contados aspectos con posibilidades de un fracaso gubernamental? Ahora bien, una cosa es la crítica y otra las descalificaciones. No sólo se vitupera a todas horas el llamado proceso de paz, es decir la búsqueda de la paz, algo que debería ser digno de aplauso. Se dice, además, que el Gobierno, al rendirse, humilla a las víctimas, vulnera la ley, traiciona a España. Todo, tan desmedido, tan alejado de la realidad, que o bien el Partido Popular se modera o bien los electores le obligarán a hacerlo.
El PSOE, por su parte, ha cometido errores. En lugar de descalificar al PP cuando éste despotrica, podría haber esgrimido las razones, que las hay y son de peso, para que el Gobierno haya actuado contra el terrorismo como lo ha hecho, incluso con sus fracasos. Cabría haber hecho más llamamientos a los populares, dejando de lado cualquier estridencia, en pro del consenso. Es cierto que esos llamamientos seguramente no habrían dado resultado, habida cuenta de la confrontación seguida por el Partido Popular desde que perdió las elecciones, pero habría dejado las cosas en su sitio, algo que ahora no siempre sucede. ¿Por qué no explicar públicamente las líneas generales de la política antiterrorista, indicando las dos vías del cerco policial y la acción de la justicia, por un lado, y la presión para la transición a la democracia de los violentos, por el otro? El usar ambas vías es lógico y razonable y la mayoría de los ciudadanos apoyaría al Gobierno. Quizá ya lo hacen, pero con reservas.
La política antiterrorista se mueve, por descontado, en un terreno complicado. La desazón que causan los atentados es tan grande que lo más fácil es pedir mano dura para acabar con ellos. Ojalá fuera ello posible, pero no lo es. Resulta demagógico pedir que se aplique por ejemplo, la ley del talión a De Juana Chaos. Excitar sentimientos de venganza contra alguien, por muy asesino convicto y confeso que sea, es impropio de un país civilizado y, por cierto, nada cristiano. Decir que hace tres años ETA estaba al borde de la desaparición y que el Gobierno socialista le ha permitido recuperarse es simplemente faltar a la verdad. Ni entonces la banda terrorista estaba tan debilitada ni se le ha dado respiro alguno. Baste recordar que en el tiempo que lleva el actual Gobierno han sido detenidos más etarras que en cualquier período anterior parecido.
Otra complicación grande es la que, como es bien sabido, se suscita a la hora de legalizar o ilegalizar a fuerzas políticas de la izquierda abertzale. El Partido Popular, una vez más, no se anda con matices y propugna que se declare fuera de la ley a toda esa izquierda por considerar que es el brazo político de ETA. Sin duda es así en más de un caso, pero no en todos ellos. Generalizar haría que se vulneraran derechos constitucionales. Las largas deliberaciones y los matizados fallos del Tribunal Supremo y del Tribunal Constitucional demuestran lo difícil que es tirar por la calle de en medio en un Estado de derecho. Por cierto que si Rajoy llegara a gobernar y tuviera que afrontar el problema, tendría que tentarse la ropa antes de tomar medidas que muy probablemente serían invalidadas por los tribunales.
Además, conviene decir, por simple sentido común, que es positiva la presencia en las instituciones de la izquierda abertzale, siempre que sus representantes no estén vinculados con la banda terrorista. No sólo esa izquierda atrae un número de votos apreciable, sino que unos cargos elegidos en unas listas que han pasado por una criba podrían servir de contrapeso de quienes siguen siendo proetarras, presionando sobre ellos para que abandonen la violencia.
El juicio cabal sobre el éxito o el fracaso del Gobierno en la lucha contra ETA habrá que hacerlo, claro es, al final de la legislatura. Otorgar, sin embargo, un margen de confianza, aunque sea estrecho, al presidente Zapatero en materia tan crucial y delicada sería casi una obligación. No lo entiende así el Partido Popular, para quien paradójicamente, aunque no lo desee, sólo el que hubiera más violencia vendría a darle en parte la razón. En todo caso, una de las consecuencias lamentables de cómo se ejerce la oposición es que ETA haya acaparado el primer plano de la actualidad e incluso, al decir de algunos, deje en sus manos el resultado de las próximas elecciones generales. Si cometiera atentados, favorecería al PP. Si se alejase más y más de la violencia, favorecería al PSOE. De ser ello cierto, no sería buena noticia el que la vida política dependiera de lo que haga o deje de hacer una banda terrorista.
Francisco Bustelo es profesor emérito de Historia Económica de la Universidad Complutense, de la que ha sido rector.
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