Una pareja perfecta hasta que se cruzó el poder
Gordon Brown y Tony Blair formaban una pareja perfecta hasta que se cambió el orden y se convirtieron en Tony Blair y Gordon Brown. Ambos se conocieron en 1983, cuando compartían despacho como diputados recién llegados a Westminster. Allí, el intelecto de Gordon y la intuición y chispa de Tony empezaron a funcionar como un todo y a alimentarse mutuamente. A los pocos años eran ya estrellas ascendentes del laborismo. Les unía la visión común de que el partido tenía que renovarse si quería llegar al poder. Pronto se alinearon con el sector renovador que entonces representaba Neil Kinnock, el dirigente que empezó el camino hacia el centro.
Cuando el conservador John Major ganó contra pronóstico las elecciones de 1992, Brown y Blair estaban muy bien situados y se convirtieron en uno de los principales apoyos de John Smith, el nuevo líder laborista. Para entonces se habían detectado las primeras grietas en el grupo. Y cuando Smith murió de manera repentina en 1994, víctima de un infarto fulminante, Brown se encerró en su despacho para escribir el elogio fúnebre del líder desaparecido, convencido de que él mismo sería el sucesor.
Pero Blair cometió entonces el acto de traición que Brown nunca le perdonaría. Traición a ojos de Brown, pero puro pragmatismo a ojos de gran parte del partido. La solvencia de Gordon era ideal entre bastidores, pero el introvertido escocés nunca tendría la sonrisa, la telegenia y el dinamismo de Tony. Y Blair fue elegido nuevo líder.
Famosa cena en Islington
Fue en aquellos días cuando se celebró la famosa cena de ambos en el restaurante Granita, de Islington, el bohemio barrio londinense en el que vivían los Blair. Según los partidarios de Brown, Blair sería primer ministro y se comprometió a cederle el liderazgo del partido a mitad de la segunda legislatura laborista. Si hubo pacto, desde luego no se cumplió. Desde entonces las relaciones entre ambos han sido puro veneno.
Blair y Brown se han hecho la guerra mutuamente. Una guerra sorda, nunca en campo abierto, encabezada por sus peones, que ha acabado por lastrar a Blair y también al Gobierno. Una guerra en la que ambos parecen culpables. Brown porque a menudo ha parecido poner sus intereses personales por delante de los intereses de la nación y del partido. Blair porque su estima por el poder parece cimentarse también en la ambición personal y porque, en el fondo, muchos británicos creen que ha acabado faltando a su palabra.
Ayer, Blair dio por fin su apoyo a Brown para que sea el nuevo primer ministro. Pero no parece haberlo hecho empujado por el deseo de verle en el número 10 de Downing Street, sino porque ya no tiene manera de evitarlo.
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