La última vía de Blair
Cumpliendo su honorable y sensato compromiso electoral, Tony Blair anunció ayer que dejará el cargo de primer ministro y de líder de su partido el próximo 27 de junio. Habrá sido el único laborista en ganar tres elecciones consecutivas y, con sus diez años en el 10 de Downing Street, habrá superado a Margaret Thatcher en longevidad política. Sin embargo, no es probable que deje un legado tan claro como la dama de hierro, y no sólo por su error estratégico de la guerra de Irak, sino por su falta de definición. Previsiblemente, su sucesor va a ser Gordon Brown, hasta ahora al mando de la economía. Con él, Blair constituyó un tándem único. Está por ver qué da de sí el escocés por sí solo.
La mayor aportación de Blair ha sido, sin duda, conseguir la paz e imponerla con firmeza y paciencia en Irlanda del Norte. Sólo por eso, su lugar en la historia está asegurado. Se ha mostrado, además, como un gran reformista, y no sólo en la economía, sino ante todo en la política, al suprimir el escaño a centenares de lores que lo tenían en la Cámara alta por herencia, y al impulsar la autonomía para Escocia y Gales. Gracias a su sentido político, salvó a la Reina de la impopularidad tras la muerte de la princesa Diana. Ha promovido también el derecho de las mujeres y de los gays.
Su gran contribución al laborismo ha sido reconciliar mercado y socialismo, eficiencia económica y justicia social, algo que puede ya parecer normal en la socialdemocracia alemana, sueca o española, pero a la que se resistían los laboristas. Es lo que bautizó primero como tercera vía, y luego como política progresista. No ha sido una Thatcher vestida de izquierdas, aunque supo capturar el centro y quedarse en él, no sin cierto espíritu autoritario en materia de ley y orden. Ahí están resultados muy concretos, como el mayor periodo de crecimiento económico en 200 años, con 2,5 millones de nuevos empleos más, una inversión en ciencia y tecnología triplicada, las mejoras en la educación y la sanidad públicas.
La tercera vía no era un proyecto puramente nacional, sino un intento de involucrar a la izquierda reformista en Europa, con el Partido Demócrata en EE UU, y otros movimientos en otros países. Funcionó bien con Clinton en la Casa Blanca. Al llegar Bush, Blair quiso continuar esa relación a cualquier precio, pensando que así podía moderar a la única superpotencia que quedaba tras el fin de la guerra fría. Esta determinación le condujo a apoyarle
en la invasión y ocupación de Irak, no ciegamente, sino con plena conciencia de las mentiras sobre las que se montó. Este error le restó el coraje para arrastrar a su moderado europeísmo a los británicos. Las promesas de referendos sobre el euro o la Constitución europea se las llevó el viento. La sombra de Irak le perseguirá siempre.
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