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Columna
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El precio del espíritu

El sábado pasado la baronesa Thyseen se ataba delante de su museo a los árboles del paseo del Prado, contra su tala. Al tiempo, treinta personas rodeaban a la hija de un sobrino de Vicente Aleixandre, heredera de la casa del poeta, frente a lo que fue Velintonia 3 para que las administraciones públicas -Ayuntamiento, autonomía y ministerio- adquieran de una vez la que fue llamada con razón casa de la poesía. La baronesa no se manifestaba para que las autoridades la escucharan, porque ni ella ni los árboles, dijo, son políticos. Así quedaban libre de culpa Esperanza Aguirre, a quien Tita Cervera reconocía dispuesta a atarse con ella a un tronco, y Ruiz-Gallardón, que fue el que contrató a un portugués (cada vez que Cervera mencionaba la nacionalidad del gran arquitecto y urbanista Álvaro Siza ponía un inexplicable énfasis de baronesa) para llevar a cabo las obras que motivan la polémica.

La hija del primo de Aleixandre sí requería en cambio a los políticos para salvar su casa de Velintonia. Pero si la baronesa cuenta entre sus argumentos, además de su arrebatado amor por las plantas, el interés público de su museo y las renuncias a las que ella se ha sometido para que contemos con él, ignoro si la lejana sobrina de Aleixandre basaba su exigencia sólo en su probable amor por la poesía y por la memoria de su tío, además de en su legítima aspiración a vender la propiedad, o si en función de ese amor por la poesía y por su tío ofrecía alguna renuncia a su lucro personal para que la mítica casa pase a ser una casa de todos, ya que de todos son los dineros que las administraciones puedan darle.

No es la primera vez que escribo aquí y en otras tribunas sobre lo que fue la casa del poeta, y de qué modo su gran humanidad la convirtió a lo largo del tiempo en santuario de la poesía y de la amistad. También otros amigos comunes, muy cercanos al poeta, como Vicente Molina Foix y Luis Antonio de Villena, han escrito sobre el abandono de Velintonia 3 y lo que aquella casa fue para todos los que la frecuentamos. Muchos poetas del 27 habían descrito ya sobradamente Velintonia, que era más que el nombre de una calle y de una casa, al igual que lo hicieron los nombres más destacados de la poesía española de todas las generaciones hasta que llegó la muerte del poeta. Pero en aquella casa no queda de Aleixandre sino su memoria, y la memoria de quienes le acompañaron en su vida apasionada por la poesía. Que no es poco. Y menos si se tiene en cuenta que el poeta aglutinaba allí muchas complicidades que tenían que ver con la resistencia a la dictadura. Eso, entre otras cosas, supongo que hizo ponerse de acuerdo a tan distintas administraciones para tratar de comprar la casa. Mientras, subían los precios del suelo, más atentos al mercado inmobiliario que a los intereses de la cultura. Aleixandre, que tanto quería a su hermana Conchita, nunca hubiera pensado en otro heredero suyo que ella, viviendo Conchita, pero no hay que descartar que hubiera pensado otra cosa de haber sobrevivido a su hermana. En cualquier caso, el mercadeo al que hoy asistimos no creo que le hubiera resultado grato a un hombre tan pudoroso y elegante como él. Y en estas circunstancias, muchos de los que lo quisimos y lo recordamos pensamos que, puesto que el espíritu de Velintonia y lo que fue no se puede reconstruir, antes que hacer de aquella casa lo que Eduardo Arroyo ha llamado una caja vacía, lo mejor sería que su legítima dueña vendiera la casa a un particular, sin perder un euro en su herencia, y una placa muy precisa recordara lo que fue Velintonia, con el permiso de sus nuevos propietarios.

Han de cuidarse pues las administraciones de honrar la memoria de nuestro premio Nobel con justeza, la que aquel demócrata generoso y justo hubiera querido, y supongo que no está en la voluntad de su sobrina deshonrar la memoria de Aleixandre añadiéndole a las muy altas plusvalías prosaicas de la casa otras plusvalías sentimentales e históricas. Al fin y al cabo, como acabo de escribir en un artículo para la revista Mercurio, en el número 3 de la hoy calle de Vicente Aleixandre hubo una casa que se quedó sin vida el día en que enterraron su espíritu con su dueño. Si, como Neruda ayer, quisiéramos volver hoy a Velintonia, tendríamos que localizarla ahora en los mapas del sueño o la memoria.

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