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Columna
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La utilidad del militante

¿Para qué sirve un militante? La pregunta no es retórica. ¿Para qué sirve de verdad? A veces, desde instancias intelectuales, se desprecia al hombre de partido como si fuera un ser rastrero y despreciable, dispuesto a perpetrar cualquier bajeza a cambio de alguna prebenda política o empresarial. Pero ese juicio es injusto, o al menos lo es en ocasiones. Hay militantes que no buscan ni un trabajo ni un contrato, ni siquiera un favor. En serio. Los hay. El intelectual independiente (presunto, presuntamente independiente) alimenta prejuicios al respecto, sin valorar la parte de abnegación que se da en muchos militantes; particularmente en aquellos que no han renunciado al pensamiento crítico. En estos casos, el militante se revela como un leal seguidor de las directrices que emanan de comités centrales, consejos ejecutivos, batzordes, batzarres o biltzarres, pero que es consciente del valor de la disciplina. Hay una imperdonable petulancia en el intelectual que se predica independiente frente al hombre o la mujer que, como militante, subordina parte de sus opiniones a un proyecto colectivo.

Y es que tanto el militante como el intelectual independiente (presunto, presuntamente independiente) son dos especies que no determinan, por sí mismas, una mejor o peor condición moral. Es cierto que en los partidos políticos se multiplican los comederos de buitres, pero también es cierto que en ellos existen personas admirables; admirables por su coraje cívico o por sus opiniones incómodas. Y eso sabiendo que, en política, las opiniones más incómodas no se esgrimen ante los adversarios externos, sino ante los camaradas; algo mucho más arriesgado, porque como dijo Giulio Andreotti, aquel viejo sabueso de misa diaria: "En la vida hay tres clases de personas, amigos, enemigos y compañeros de partido". Y en cuanto a los intelectuales (presuntamente independientes), tan inclinados a descalificar al militante, convendría no ser muy elogioso, porque entre ellos no es infrecuente encontrar algunos de los ejemplares más agusanados del universo moral de la especie humana.

Tras esta sentida loa en honor del militante y del compromiso partidista, volvamos sin remordimiento a la pregunta del principio: ¿para qué sirve un militante? En otros tiempos, los militantes se movilizaban para escuchar las palabras del líder. El político se encaramaba a la tarima, con unas manos coléricas atenazaba los extremos del atril (como si en cualquier momento fuera a arrancarlo de la base) y lanzaba sus peroratas. Pero esos tiempos han pasado a la historia. ¿Para qué sirve, pues, el militante? La democracia le ha dado un nuevo designio: completar el decorado. Ya no se dirigen al militante las palabras del líder. No está ahí para recibir tales palabras, sino para que las respalde. La televisión es testigo de ese profundo cambio escenográfico: el militante no se sitúa frente al político. ¿Para qué va a hacerlo, si no es receptor de sus palabras? El militante se limita a encuadrar al candidato y a proteger la popa. El político no habla para los camaradas. Da su voto por descontado. Los militantes están, como se dice ahora, amortizados. El destinatario, en la nueva liturgia, no es el que asiste al mitin o a la concentración: el verdadero destinatario es el televidente.

En la democracia mediática, aquel que asiste al mitin no es un objetivo. No lo es el militante, ni el simpatizante, ni siquiera el distraído peatón que pasa por ahí y escucha las propuestas. El verdadero receptor de todo el montaje es el televidente, un tipo escéptico, o descreído, o simplemente perezoso, que jamás movería un dedo para escuchar al líder en persona. En ese contexto, el militante cobra nuevo sentido: justifica la invasión publicitaria. Las malas lenguas dirán que se ha convertido en un florero, pero las buenas hablarán de su eficacia mediática y formal.

Y, como pasa en política, en ambas opiniones habrá parte de verdad.

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