¡Qué bien!
Qué bien, sí, vuelven las virtudes. Lo ha venido a decir Sarkozy en su mitin de Bercy ante cuarenta mil personas, y le han aplaudido todos a rabiar. Hay que terminar de una vez con Mayo del 68, donde se halla el origen de todos los males, el fin de la escuela, el relativismo moral, la defensa del verdugo ante la víctima, la confusión entre el bien y el mal, entre la fealdad y la belleza, la pérdida de prestigio de la autoridad, la vida fácil y el dinero más fácil, etc. Y hay que trabajar y esforzarse, e introducir la moral en la vida pública, moralizar la política y defender al pueblo frente a los intereses corporativos. Aplausos, aplausos, y emoción a raudales ante ese mantra, que no sé si significa algo pero que sí da imagen, un cuerpo -es decir, un nombre- a una pulsión seguramente reaccionaria. ¡Por fin saben los franceses lo que les ocurre, dónde está el mal, contra qué han de reaccionar! La causa de su decadencia está en Mayo del 68, ahí se halla la raíz de su inseguridad, el origen de la disgregación de su gran familia y el de su desamparo. ¡Qué suerte tienen los franceses de tener siempre a su disposición un nombre, una fecha, un acontecimiento del que poder echar mano para orientar su destino! No necesitan buscar modelos en la vecindad y les basta con escarbar en sí mismos -¡hasta Vercingetorix!- para hallar remedio a sus males. El gran país de la razón es, en realidad, un país sediento de mitología. Como todas las naciones.
Parece necesario, sin embargo, seguir mirando hacia el gran país de la razón para poder consolidar las razones propias. Ya sabemos que si Francia estornuda etc., pero, en realidad, poco tenemos que aprender de lo que está ocurriendo en el país vecino, un país políticamente atípico que empieza a parecerse a todos los demás. Sarkozy quiere crear una gran formación de derechas, estable, integradora, y que convierta en anecdótica esa gran excepción francesa del lepenismo, una fuerza de extrema derecha capaz de instalarse en el corazón de la vida política francesa y de condicionar su decurso. Quiere romper amarras también con el gaullismo, fuerza viva de la política francesa a derecha e izquierda y que constituye otra excepción francesa, algo difícilmente equiparable a los patrones normativos de la política de los países de su entorno.
En cuanto a Ségolène, pretende configurar un gran partido de izquierda, desplazado hacia el centro y capaz de romper con el imaginario utópico, muy poco pragmático, del socialismo francés, imaginario que propicia esa efervescencia gauchista tan atípica, tan excepcionalmente francesa una vez más, que le resta estabilidad a la izquierda del país vecino y le impide convertirse en un opción de poder perdurable. Contra la imagen normativa que tenemos de Francia, de modelo universal estable al que parecerse, quizá tengamos que concluir que Francia is different, por más que sea deliciosamente different, y que se enfrenta a la necesidad de cambiar y de parecerse a los demás. Tal vez sea esto lo que los tiene tan perplejos y tan alterados.
¿Tendríamos algo que aprender de ellos? No, si fuéramos capaces de eludir nuestros propios fantasmas, algo para lo que parecemos negados dadas nuestras veleidades regresivas de ahora mismo, con ETA como testimonio y catalizador de nuestra prehistoria, del Spain is different. Pues, si nos fijamos bien, son ellos los que nos están mirando a nosotros. Es obvia la querencia zapaterista de Ségolène y algo similar ocurre con Sarkozy respecto a la derecha española. Éste nunca ocultó su admiración por Aznar como unificador y renovador ideológico de la derecha española, y tendremos que reconocer que los últimos mantras sarkozianos sobre el esfuerzo, el rearme moral, la identidad nacional o el progresismo caviar no nos resultan extraños. A Aznar le perdió una tendencia al cesarismo, manifiesta en sus últimos años de mandato, que no encontraba acomodo en nuestra realidad institucional, tendencia que, en el caso de Sarkozy, sí la puede hallar en las instituciones francesas.
De ahí la importancia que reviste para la derecha española el triunfo de su imitador, triunfo que lo convertiría en modelo que retroalimentara una línea política que, desde que fue desalojada del poder, se ha asentado en la desmesura y el aspaviento. De ahí también, casi con seguridad, que si Sarkozy accede a la presidencia del país vecino, nuestros ideólogos de la virtud se apropien del mantra antinoventayochista para rociarnos con su matraca maniquea, simplista y desoladora. ¡Por Belcebú, qué cansancio!
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