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Columna
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La lluvia y las moscas

Las cosas pasan como siempre. Este año, pese a los temores y desconfianzas, llegaron a casi todo el país las lluvias abrileñas, llenando o casi los embalses, y la reseca tierra del invierno se empapa de la humedad nutricia. Cada temporada nos asalta la misma ráfaga histérica, el pánico ante la sequía o el horror de las aguas desatadas. "O seca las fuentes o lleva las puentes" amenaza el cielo que nos cubre. La sed abrasa o nos ahogan las aguas desbocadas, algo que debería considerarse normal y nos sorprende como la aurora boreal tras una noche de "botellón". Entre ambos males, el peor es el de la carencia, que envuelve el panorama con tonos cenicientos, terminales.

Tuvimos el año pasado un verano más riguroso que otros; en los campos del norte amarillearon los prados y en nuestra ciudad se escurría el agua en las fuentes públicas y resbalaba por la dura tierra como por una tubería de cemento, hasta que la insistencia ablanda la corteza y resume la humedad que restituye al campo la fecundidad y nos recuerda la olvidada realidad de que más que polvo y ceniza, somos agua, sudor y nada.

Los habitantes urbanos acaban perdiendo perspectivas que caen más allá de los recintos del olvido. Recientemente hemos leído una noticia, deslizada sin estridencia entre otras muchas: no hay abejas o quedan muy pocas. ¿Y para qué queremos las abejas y las peligrosas avispas y los tábanos?, se dice el capitalino. Mejor, y bienvenida sea la extinción palpable de las moscas, que convertían los veranos de Castilla en una lucha desigual contra la incomodidad, el floreteo de la palmeta, las ya extinguidas cintas pegajosas que aprisionaban las finísimas patas, hebras que se posaban sobre la inmundicia.

Dicen que cada día se extinguen centenares o millares de especies, que son sustituidas por otras aún no catalogadas, y uno se pregunta, con impotente curiosidad, por ese ritmo frenético de la creación y la destrucción de los seres vivos. Nos conmueve y repugna la brutalidad de los cazadores de focas, certeros en los porrazos que asestan a esos animales, para no estropear las pieles, y nos preguntamos por la supervivencia de tan improductivas cacerías, ya que parece que las mujeres se han resignado a las pieles sintéticas.

Resulta que lo de las abejas y las moscas es importante, porque en el esquema inicial de la reproducción, el Sumo Hacedor contaba con ellas -y con los vientos favorables- para la polinización, el proceso de reproducción de los seres inmóviles, que son las plantas. Se conoce que la tarea de las moscas era realizada en poco tiempo, lo que les permitía dedicar más a incomodar a los seres humanos, que no tardaron en descubrir cómo librarnos de ellas.

No es de nuestra incumbencia la reproducción de los vegetales, constreñidos a la siembra, riego, cultivo y recolección de alimentos, pero sería un bien triste planeta quedarnos sin las flores, mientras se organizan beneméritas ONG que cuidadosamente distribuyan el polen entre unos órganos adecuados y otros. La parte positiva es que se crearían muchísimos puestos de trabajo, casi a escala china, pero ignorando cuál puede ser el resultado económico de tal proceso. Parece probada la capacidad del ser humano, ciudadano o campesino, para destruir su entorno, pero lo que no se ha dado, todavía, es la posibilidad de reconstruir especies destruidas. La clonación, en todo caso, tiene que partir de algo predeterminado y no siempre se llega a tiempo.

De momento, llueve, que no es poco, como diría un conformista castizo. Hoy día vivimos sobre una ciudad casi maravillosa, que cada vez se parece más al hábitat de unos hurones aplicados y meticulosos. Las tuneladoras están agujereando el subsuelo y hay túneles sobre túneles, que traspasan el lecho del Manzanares y raspan el alcantarillado que iniciaron los moros. Son prodigios de la ingeniería urbana, aunque, en el fondo, quizás quedemos en imprevisoras cigarras que nos lamentaremos de la desgracia y la escasez cuando no podamos sacudírnoslas de encima. Urge inventar, importar, repoblar de moscas nuestros campos cercanos. Y no clausurar, precipitadamente, las fábricas de insecticidas, de los que no tardaríamos en echar mano. Un lío.

Porque la lluvia es, en dosis razonables, sumamente benéfica, pero no lo arregla todo ni cae a gusto y conveniencia de la mayoría.

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