España en la oscura primavera afgana
Como si de un compromiso acordado de antemano se tratara, la ofensiva talibán en Afganistán se ha puesto en marcha en cuanto la primavera ha liberado los pasos montañosos cubiertos por la nieve. Tanto el Gobierno afgano, incapaz de imponerse a sus enemigos internos, como las tropas lideradas por la OTAN y por Estados Unidos, en dos operaciones que están muy lejos de lograr estabilizar el país y de eliminar la violencia, parecen haber aceptado sin remisión este hecho. La Operación Aquiles, en marcha desde principios de marzo, sería apenas un intento por debilitar la capacidad operativa que se les adivina a los reforzados enemigos del Gobierno de Hamid Karzai. El escenario afgano no apunta a una mejora inmediata del bienestar y seguridad de una sufrida población, que reparte sus críticas entre un impotente presidente y una comunidad internacional reacia a implicarse más allá de lo que dictan sus propios intereses geopolíticos.
Llegó el momento de revisar el sentido y alcance de la misión española
Tras cinco años, lo que perdura es la inestabilidad y la falta de desarrollo
Cinco años y medio después del lanzamiento de la Operación Libertad Duradera, lo único que realmente perdura es la falta de desarrollo y la creciente inestabilidad de un país que ha terminado por convertirse, por efecto de los errores históricos cometidos y una falta de voluntad política rayana en la desidia, en un narcoestado consentido y apoyado por la comunidad internacional. España, en el marco de la ISAF liderada por la OTAN, es, con sus casi 700 soldados desplegados en el oeste (lejos del principal frente de batalla en el sureste), uno más de los actores que se han empantanado en un escenario que se oscurece por momentos.
Prácticamente tras el cambio de Gobierno, en marzo de 2004, la participación española en Afganistán ha estado crecientemente contaminada por el emponzoñado clima que se ha ido instaurando en la política nacional, sin que haya sido posible convertirla en un tema de Estado como parte de una política exterior y de seguridad digna de tal nombre. Sin ningún interés propio en el territorio afgano, España podía presentar la contribución a su reconstrucción y estabilización como una aportación directa a la lucha contra el terrorismo internacional, al reforzamiento del multilateralismo (tanto de la mano de la ONU como de la OTAN) y a la construcción de la paz (entendiendo que la apuesta, sobre todo civil, por el desarrollo global de los afganos se traduce directamente en un mayor nivel de seguridad para todos).
Mirando hacia atrás, sin embargo, es imposible evitar el regusto amargo que dejó en su momento la decisión de incrementar la presencia militar (y civil, a través de un serio esfuerzo de la Agencia Española de Cooperación Internacional). No olvidemos que para ello, y a costa de un desgaste internacional considerable, se decidió retirar a nuestros militares de Haití, cuando la operación distaba mucho de haber llegado a su fin. Atrapados en el autoimpuesto e inexplicado techo de los 3.000 soldados desplegados en el exterior, el Gobierno tuvo muchas dificultades para "vender" su decisión al conjunto de Estados implicados en aquel país, perdiendo el paso en su intento por convertirse en un activo constructor de paz en el ámbito latinoamericano.
Atosigado en el frente interno por un partido de oposición que con una alta cuota de irresponsabilidad ha hecho del problema terrorista y de la organización territorial del Estado los temas principales de su estrategia para recuperar un poder que pretende ilegítimamente usurpado, el Gobierno español ha intentado evitar que cualquier revés en el frente externo sirviera como refuerzo de esas aspiraciones. Con esa intención ha establecido una línea de trabajo que pasa, sobre todo, por evitar bajas propias, por impedir que nuestra presencia militar sea vista como apoyo a una guerra (tal como interesadamente pretenden los responsables del Gobierno anterior, en su infructuoso intento por librarse de las críticas contra su participación en la ilegítima guerra contra Irak) y aparecer ante la comunidad internacional (léase Estados Unidos) como un país que asume su parte alícuota en la lucha contra el terrorismo internacional. De esta forma, ha admitido, en gran medida, los términos del debate que interesa a una oposición que sólo puede tildarse de antipatriota, en tanto que no presta colaboración a la política exterior del Estado, pretende deslegitimar a su Gobierno y juega de manera partidista con los riesgos que comporta una acción militar como la que se desarrolla en Afganistán.
En consecuencia, y sin atreverse tampoco a plantear una retirada total que coyunturalmente aliviara por completo los actuales dolores de cabeza que genera la difícil situación afgana, llegamos al punto en que se decide no aumentar la contribución militar (a pesar de la demanda de la OTAN, consciente de su actual insuficiencia de medios sobre el terreno). Con ello se transmite un mensaje escapista, aún más notorio cuando debería ser España quien aportara el grueso de los cuadros de mando (que no soldados) necesarios, unos 150, para gestionar el cuartel general de la ISAF, en Kabul, a partir del mes de agosto. Con este comportamiento sólo se logra perder peso internacional, tal como habrán podido comprobar ya nuestros responsables políticos en el contexto de la OTAN o en sus relaciones con Estados Unidos y, paradójicamente, menos seguridad para nuestras tropas.
De poco sirve el discurso formal que insiste en remachar que los responsables políticos actuarán en consecuencia, si reciben una petición de los mandos militares españoles para incrementar las medidas de seguridad en el terreno cuando, en la práctica, ni siquiera aceptan recibir esa petición de manera oficial. Pero es que, además, si ésta llegara a formularse y fuera atendida nos estaríamos alejando del sentido originario de la misión, que no es el de desplegar más soldados para proteger a nuestros soldados, sino hacerlo para prestar auxilio a los afganos y para facilitar la normalización de la vida nacional.
En el ejercicio de la responsabilidad de la tarea de gobierno parece llegado el momento de plantear si sigue teniendo sentido nuestra presencia en Afganistán y, en caso afirmativo, ir más allá de la reciente oferta española (aún por concretar) de enviar a una cincuentena de instructores para formar a un batallón de soldados afganos (que, siguiendo la norma autoimpuesta, puede obligar a reducir aún más el contingente actualmente allí desplegado). La demanda es de otro orden. En Afganistán se dirime hoy en gran medida el futuro de la OTAN en el marco de una confrontación contra los talibanes, los señores de la guerra y algunos países interesados en el fracaso afgano. Se trata de saber si España se siente empeñada en esa tarea, asumiendo que podrá haber más bajas pero que su actuación está respaldada por la legalidad internacional, o si prefiere volverse a sus cuarteles de invierno siguiendo la vía anunciada por Francia..., ahora que la primavera ya está aquí.
Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH, Madrid)
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