Arte y Testosterona United
Alex Ferguson, el entrenador del Manchester United, es un viejo antipático y gruñón. Esa, al menos, es la imagen que proyecta. En su casa, ¿quién sabe?, será un encanto. Como quizá lo sean José Mourinho y Fabio Capello. Pero lo que el público ve en el escocés, tras observarle 20 años al mando del club más triunfador de las Islas, es un personaje dictatorial y maleducado que no hace el más mínimo esfuerzo para templar su genio, para disimular su impaciencia, para medir sus palabras, para ganarse a la gente. Como Louis Van Gaal, antiguo técnico del Barcelona, jamás prosperaría en la política.
Pero se lo tenemos que perdonar todo.
El fútbol, como Ferguson entiende mejor que nadie, es una síntesis de la testosterona y la estética. Dentro del hooligan más enfervorecido late la delicada sensibilidad de un aficionado al ballet. El fútbol que nos ha regalado Ferguson, como constatamos una vez más el miércoles en la semifinal del Manchester contra el Milan en la Liga de Campeones, satisface ambas necesidades. Combina la agresividad y la belleza como ningún otro.
Comentaba una amiga al verles jugar en el segundo tiempo, intentando remontar un 2 a 1 en contra, que parecían más un equipo de rugby que de fútbol. Era verdad. Los diablos rojos atacaban como los all blacks neozelandeses: con velocidad, a lo ancho de todo el campo; o como las hordas escocesas en la película Braveheart, de Mel Gibson. Pero al mismo tiempo exhibían la finura en el detalle de Scholes, Giggs y Cristiano Ronaldo. Y remontaron, ganaron 3 a 2, con un gol tremendo en el minuto 90 de ese hombre horda que Ferguson fichó por una fortuna, ese fenómeno que reune el salvajismo y el arte como nadie: Wayne Rooney.
Pasan los años y cambian los nombres -Robson, Hughes, Cantona, Keane, Beckham, Scholes, Rooney- pero los equipos de Ferguson mantienen un estilo, un espíritu, una pasión ofensiva que son el reflejo del entrenador, y que han convertido al Manchester en el club que más seguidores tiene en el mundo.
Old Trafford es el teatro de los sueños. No es ninguna metáfora. Las grandes noches europeas que vemos ahí, la combinación de pasión en las gradas y de intensidad en el campo no se ven en ningún otro estadio. Esa enorme semifinal contra el Milan fue el mejor partido de esta temporada europea. Punto. El Barça-Madrid en el Camp Nou el mes pasado acabó 3 a 3, pero fue un amistoso de pretemporada en comparación.
Lo increíble es lo contagioso que es el espíritu de Old Trafford, cómo equipos inhibidos como el Juventus van allá y se suman a la borrachera; o cómo equipos con la tradición legendaria del Real Madrid sacan lo mejor de sí, demuestran su cara épica. Es casi cruel pedirle hoy a un aficionado del Madrid que recuerde los dos encuentros más recientes de los suyos, ambos en cuartos de final de la Liga de Campeones, en Old Trafford. Pero también quizá le sirva de consuelo recordarlos.
El primero, en abril de 2000, lo ganó el Madrid 2 a 3, gracias a un par de genialidades de Raúl y una jugada irrepetible de Redondo, un taconazo en carrera que sólo le podía haber salido en Old Trafford. El Manchester cayó luchando como un ejército espartano y el gol que marcó Beckham fue el mejor de su vida.
El segundo partido, en abril de 2003, lo ganó el Manchester 4 a 3, aunque el Madrid se clasificó para semifinales gracias a un también memorable 3 a 1 en el Bernabéu. Ese 4-3 en Old Trafford, en el que Ronaldo marcó un hat-trick y Beckham anotó dos veces, fue uno de los grandes partidos de todos los tiempos.
Acabó siendo una victoria para el Madrid pero fue, ante todo, una victoria para el fútbol. Así lo interpretó la totalidad de la afición de Old Trafford, hooligans incluidos, que ovacionaron a Ronaldo, su brillante verdugo, a su salida del campo. El partido de esta semana contra el Milan -en el que la afición inglesa no pudo reprimir el impulso de aplaudir el talento del brasileño Kaká- fue más de lo mismo.
Hay que darle las gracias a ese viejo gruñón. Ferguson no seduce; pero su fútbol, sí.
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