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Los votos y los valores

En democracia, los votos son muy importantes; los valores resultan esenciales. Alcanzar el poder mediante la victoria electoral es una aspiración legítima y democrática. Ahora bien, consolidar o reforzar la democracia mediante la promoción de sus valores es un logro político de primer orden. Se trata de obviedades que conviene recordar ante los tiempos preelectorales que corren.

El conflicto se produce cuando la lucha por los votos vulnera los valores, en aras de la rentabilidad electoral. Y visto desde el otro lado, ¿qué hacer cuando una política de aplicación de los derechos humanos y de desarrollo de los valores y principios democráticos -un cierto buenismo- provoca un descenso en las expectativas electorales que vaticinan las encuestas?

La solución preventiva consiste en tratar de conciliar los votos y los valores, para que ambos se retroalimenten. De ahí la importancia de hacer pedagogía de esos valores, de modo que su promoción produzca espontáneamente el aumento de votos, tan necesario para impulsar desde el poder la efectividad de los valores democráticos.

Pero ¿qué hacer cuando votos y valores aparecen confrontados en la opinión pública? Parece claro que no debe confundirse la democracia con la estadística y que, por triste que pueda resultar que a veces los votos huyan precisamente cuando se fomentan los valores democráticos, el político, situado ante esa tesitura, se debe prioritariamente a estos últimos, incluso si ello conlleva perder el poder o no alcanzarlo.

En el haber político de Adolfo Suárez pesa mucho más el proceso constituyente que las contiendas electorales, ganadas o perdidas. Y también para los restantes líderes de la Transición, por encima de los éxitos electorales, en algunos casos muy notables, tiene más relevancia política la contribución que hicieron al establecimiento de las reglas del juego democrático y a la consagración y protección de los derechos fundamentales.

Entre esos principios básicos, el artículo primero de nuestra Constitución declara "valores superiores" del ordenamiento jurídico "la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político". Y unas líneas antes, en el preámbulo, se programan, entre otros objetivos, "garantizar la convivencia democrática", el "orden económico y social justo", el "ejercicio de los derechos humanos" y el establecimiento de "una sociedad democrática avanzada".

No es casualidad que el autor de aquel preámbulo fuera el inolvidable "viejo profesor" Enrique Tierno Galván, quien como líder del Partido Socialista Popular (hoy ¡toda una denominación de concordia!), justificaba los exiguos resultados electorales de su formación -antes de que fuera engullida por el PSOE- calificando los escasos sufragios obtenidos como "votos de calidad". Algo parecido podría alegar actualmente Gaspar Llamazares, luchador por los valores, a propósito del castigo electoral que viene sufriendo, a pesar de que incluso las encuestas -como la del Instituto Opina, publicada por EL PAÍS el 25 de marzo últi-mo- le evalúan a él y a Izquierda Unida por encima de Mariano Rajoy y el PP y a poca distancia de José Luis Rodríguez Zapatero y el PSOE. El sistema electoral conduce a que, al margen de estas evaluaciones, sólo los dos grandes partidos se disputan el llamado "voto útil".

En esa pugna entre el PSOE y el PP, cualificados ambos como partidos de Gobierno, sería comprensible que uno y otro tuvieran la mirada puesta en los votos y, sin perder de vista los valores, adecuaran sus ofertas políticas al difícil equilibrio entre unos y otros. Así ha ocurrido, por ejemplo, con la inmigración: la creciente preocupación ciudadana por esta cuestión, reflejada en los sondeos de opinión, llevó al Gobierno a endurecer sus iniciales posiciones abiertas, al tiempo que el PP incrementaba su presión, a la búsqueda de rentabilidad electoral.

La muestra máxima de disociación entre votos y valores la ha protagonizado el PP, a partir del momento en que ha dejado descansar otros frentes -los de la propia inmigración, la seguridad u otro muy querido, pero cada vez menos creíble: el de las tesis conspiratorias del 11-M- y ha centrado sus energías en la lucha antiterrorista, en la que las encuestas le han pronosticado una buena cosecha de votos. El señuelo electoral ha llevado al PP no sólo a olvidarse de los valores democráticos, sino a considerar que vale todo para recuperar el poder, empezando por la violación del pacto que excluyó de la contienda electoral la política antiterrorista, y siguiendo por la pretensión de privar a los terroristas de los derechos humanos, instrumentalizar la mentira y manipular las emociones de las víctimas y las pasiones patrioteras.

La ambición de votos está llevando al PP a utilizar desvalores como el odio o la venganza para obtener sufragios y a denunciar valores democráticos y humanitarios como la libertad, la vida o la piedad como claudicaciones políticas que impulsen a los ciudadanos a negar el voto a quienes patrocinan tan horribles cesiones. Más grave aún, si cabe, es el empleo de la mentira como herramienta política para obtener votos: lugares comunes como la "ruptura" de España, la "entrega" gubernamental a ETA, la "rendición" ante Batasuna, la "acordada" anexión de Navarra a Euskadi, la excarcelación de Iñaki de Juana "cuando cumplía condena por 25 asesinatos"..., a fuerza de repetirse, pública y mediáticamente, terminan siendo incorporados al acervo personal de muchos ciudadanos y aparecen computados en los sondeos, con riesgo de condicionar el resultado electoral.

Desde una visión políticamente optimista, Soledad Gallego-Díaz zanjaba así la cuestión en su columna del 9 de marzo último, tras describir la oposición "callejera" de extrema derecha, de la que responsabilizaba al PP: "Esto es una democracia y todo acaba, simplemente, en un proceso electoral, en unas elecciones generales en las que los ciudadanos deciden quién tiene razón". Aunque la propia victoria electoral socialista del 14-M de 2004 puede avalar ese presagio, un planteamiento más general permite desconfiar de que los resultados electorales resuelvan el problema político creado por la estrategia del PP, cuya instalación en el poder por esos procedimientos para lograr votos pondría en peligro la democracia y produciría miedo...

La cuestión crucial es si puede, en todo caso, confiarse en la perspicacia ciudadana para discernir entre verdad y mentira. Hannah Arendt, la gran pensadora -siempre se opuso a que la calificaran de filósofa-, sostenía en 1963 que "la organización sobre la base de una mentira no es menos poderosa que la basada en la verdad" y que "la fuerza de la verdad está siempre temporalmente sometida al poder de la mentira organizada"; pero también, para que la esperanza no se extinga del todo: "Cuando se ha desmoronado el cúmulo de las mentiras manipuladas, el poder se viene abajo".

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