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Columna
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Cuesta de Moyano

Queda como artículo de fe que procedemos de los oscuros tiempos de la dictadura franquista, cuando carecíamos prácticamente de todo, salvo quizás algo de sol en el verano, y las republicanas ansias de instrucción no encontraban remedio. Objetivamente los tiempos fueron duros, incómodos, difíciles, como suelen ser los que acompañan y siguen a una guerra civil, que se da de morros con el bochinche de la II Guerra Mundial. Produce quejumbrosos lamentos la penuria intelectual instalada en esos trances, pues durante el activo predominio de la milicia una de las víctimas es la cultura, que pasa a un plano muy inferior.

Y se habla de la imposibilidad de encontrar libros, que incluso habían sido desterrados de lugares de acceso público, y es un dato histórico que en las bibliotecas de las facultades de Derecho estuvieron condenados los textos de Marx, Engels y otros imprescindibles santones de las teorías económicas socialistas nacientes. En pocos espacios, presuntamente imparciales, se reseña que quien deseara con firmeza y decisión cualquier libro podría encontrarlo. Y eso ocurría en la España de Franco, la Alemania de Hitler, la Italia mussoliniana o el corporativo Portugal del doctor Salazar, y nada digamos -porque al menos yo lo ignoro al detalle- del ámbito comunista. Hasta llegar al esplendoroso y semianalfabeto mundo en que vivimos, incluido el de la Segunda República, las bibliotecas particulares, incluso de los intelectuales, eran más bien parcas. Entre las personas que he estimado cordialmente, figura un hombre extraordinario, que, tras haber sido teniente de tanques en el ejército republicano, tuvo que ganarse la vida como mecánico y chófer. Pese a su modesta y honrada condición, ni perdió la alegría de vivir, ni el gusto por el saber, heredado, sin duda, de su padre, a quien no conocí; se llamó Rafael Urbano, un bohemio ilustrado, habitante del popular barrio donde está la calle de las Peñuelas, que desempeñó tareas de bibliotecario del Ateneo de Madrid -donde se instaló su capilla ardiente- y de quien decía González Ruano que tenía una amplia biblioteca propia, metida en cajas de galletas María. Fue también autor de un raro libro, que me regaló su hijo Ramón, sobre El diablo, su vida y su poder, editado por la Biblioteca del Más Allá el año 1922.

Viene esto a cuento de que quien ama los libros y los desea, los halla, aunque tuviera que meterlos en aquellas grandes latas de latón en que se vendían las ricas galletas que todos conocimos. Han regresado los libreros de viejo a la Cuesta de Moyano, donde estuvieron instalados durante mucho tiempo, y he tardado en entender el porqué de la ubicación en una cuesta tan pendiente, que sólo podían recorrer los viejos muy despacio, deteniéndose espaciosamente en las casetas y huroneando entre los estantes y mostradores. Quizás los libros necesiten un lugar específico, glorificado en París por los bouquinistas de la orilla izquierda del Sena. Vuelven a estar concentrados y pronostico aventajados descendientes de sus antecesores.

Había bastantes librerías en Madrid, con características que dejarían turulatos a los habitantes de hoy, usuarios de incontables y confortables bienes materiales: el librero y sus dependientes sabían lo que tenían en los anaqueles y, en general, habían leído la mayor parte de su mercancía. Un pequeño dato, una pista leve acerca del volumen raro que solicitara el cliente solía dar inmediato resultado, o era comprometido en plazo razonable, lo que también ocurrió durante 20 o 30 años después de la mentada Guerra Civil. Hoy, aparte de los profesionales de la Cuesta de Moyano, apenas llegan a las dos docenas los que se dedican a este comercio, en franco declive. Me merece un recuerdo mi amigo Pepe González, de la librería El Galeón, en la calle Sagasta, literalmente sepultado bajo millares de volúmenes, entre los que se mueve con olfato casi sobrenatural. Mantiene una red de confidentes, colegas y compañeros -no les llamaría competidores- que de forma sigilosa encuentran lo que se les pide.

Al lado tenemos las modernas librerías, los grandes espacios en los almacenes, donde se encuentran todas las novedades, siempre que se facilite al atento vendedor el título buscado, el nombre del autor, la editorial o colección en que haya sido publicado. Si alguno de esos datos introducidos en el ordenador es incorrecto, no aparecerá nunca, porque el trajín diario de reponer novedades, con la excepción de los llamados best sellers, tienen una corta vida de exhibición y son reintegrados a las editoriales, a veces sin haber desenvuelto el segundo paquete. Es comprensible cuando nos dicen que en España se imprimen, cada año, más de 60.000 títulos, incluidos los clásicos que no devengan derechos de autor, infumables premios Nobel y famosos que aparecen en docenas de antologías.

Siempre sospeché que quien, de verdad, codicia algún libro acaba encontrándolo, y eso funcionó en todo tiempo, con mayores o menores facilidades. Escuché hace poco que en Francia, Inglaterra o Estados Unidos era frecuente comprar los libros por metros, como elemento decorativo, algo más refinado que almacenarlos en latas de galletas María. Algo es algo.

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