De Josef K. a Krapp , la familia absurda
UN AÑO antes de que Vladimir y Estragón acampasen bajo un árbol, los protagonistas de La parodia, de Arthur Adámov, comenzaban otra espera inútil: en lugar de Lili, la anhelada, al final les visita La Muerte. El absurdo no había acabado de nacer y sus autores ya daban muestras de que explotarían cien veces las mismas situaciones. No es fácil trazar la línea de salida de este movimiento teatral desagregado. Martin Esslin, crítico que lo teorizó, rastrea sus antecedentes en el mimo romano, la commedia dell'arte, el vaudeville americano, el cine de Keaton, Chaplin y los Marx... En España encontramos rasgos plenamente absurdos en entremeses y sainetes, en Carlos Arniches, el esperpento y la comedia del disparate cultivada por Miguel Mihura y Tono hasta mediados de los años cuarenta. A Ionesco no le quedó más remedio que descubrirse ante Tres sombreros de copa, escrita dos décadas antes que La cantante calva. Falsa alarma, del cubano Virgilio Piñera, también es anterior a esta pieza supuestamente fundacional.
En Hispanoamérica, el movimiento absurdista encuentra terreno fértil durante los años cincuenta, y adopta un sesgo político social en obras como El flaco y el gordo, de Piñera, o La noche de los asesinos, de José Triana. También en Europa del Este el absurdo es político: El comunicado, de Václav Havel, resulta puro Kafka. El espectáculo que abrió las puertas al movimiento es precisamente la adaptación de El proceso hecha por André Gide y dirigida por Jean-Louis Barrault: su combinación de clown y nonsense precede e inspira el trabajo de Ionesco, Adámov, Samuel Beckett y compañía.
Más que uno, hay tres teatros del absurdo. El puramente cómico, ejemplificado por La cantante calva y El cepillo de dientes, de Jorge Díaz. El cruel y artaudiano de Las criadas (Jean Genet) y Fando y Lis (Fernando Arrabal), y el metafísico de La última cinta de Krapp. El cuidador, de Harold Pinter, abre una vía hiperrealista: nada hay más desasosegador que las cosas tal como son, crudamente expuestas.
Tras el auge de los años sesenta y setenta, el absurdo se convirtió en cajón de sastre, y sus procedimientos impregnaron el teatro comercial. Su aceptación se generalizó gracias a comedias televisivas escritas por Pinter o, en España, por Ibáñez Serrador (El asfalto) y Mercero/Garci (La cabina), que tuvieron un impacto social tremendo. Entre nuestros autores, el más beckettiano es Sanchis Sinisterra (Ñaque es Esperando a Godot ambientado en el Siglo de Oro), pero la huella del absurdo atraviesa toda la obra de Lluïsa Cunillé, Paco Zarzoso, Gustavo Pernas, David Desola...
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