Neorrealista a su pesar
Cuando en 1987 Tullio Kezich publicó Fellini, la primera biografía autorizada del cineasta, tuvo que vérselas con la dificultad de contar una vida para la que rara vez encontraba dos versiones iguales del mismo hecho. Y no se trataba sólo de la habitual diferencia debida a distintas elaboraciones de la memoria individual, que de eso también había mucho. Es que frecuentemente aparecían hechos legendarios narrados de maneras tan divergentes que no podían sino despertar sospechas.
Nadie se rasgará las vestiduras si recordamos que Fellini mentía más que hablaba, y que se divertía como un niño inventándose historias a cada paso. Por ejemplo, decidió hacer suya la estancia de su hermano en un internado, cuando él jamás estuvo interno, y también es posible que se inventara la famosa fuga del camión en el que le llevaban detenido los alemanes, del que supuestamente saltó llamando a un oficial germano que pasaba por la calle "¡Fritz, Fritz!" y dándole un tremendo abrazo ante la mirada atónita de los soldados que se alejaban en el camión.
FELLINI. La vida y las obras
Tullio Kezich.
Traducción de Juan Manuel Salmerón
Tusquets. Barcelona, 2007
439 páginas. 25 euros
FELLINI. Les cuento de mÍ
Costanzo Costantini
Sexto Piso. Madrid, 2006
291 páginas. 16 euros
Tal vez por ello Kezich dio a esta segunda bio-bibliografía el título de Federico (en la edición italiana), y lo subtituló La vida y las obras. De la vida hay elementos dudosos; las obras, ahí están, y ese entreverado de realidades y fantasías es el que representa el nombre propio con el que el periodista y escritor ha querido rendir homenaje a una amistad "de charlas y trolas" (así la definió Fellini) que duró cuarenta años.
El relato traza la infancia y
la juventud en Rímini, cuenta cómo llegó a Roma y trabajó como viñetista y dibujante, humorista y entrevistador, hasta que se pasó a escribir guiones y llegó a ayudante de director -lo fue de Rossellini, aunque no le gustase admitirlo-. Ya dirigiendo, se encontró con los productores, auténticas bestias negras de su carrera. El primer corte de alas se lo pusieron cuando en la más pura tradición surrealista -o en la apuleyana del Asno de oro, que también- propuso que un caballo hablase con su cochero. Kezich, además, analiza una por una las películas que dirigió Fellini y da cuenta de sus relaciones con Giulietta Masina, Nino Rota, Pasolini, Dino Buzzati, De Laurentiis, Marcello Mastroianni, Rizzoli, etcétera.
Este Fellini de Kezich, amigo de fabular historias y de historiar fantasías, de pegar y cortar y de embellecer y afear los materiales que sacaba de sus deambuleos nocturnos por Roma -siempre padeció insomnio-, tiene algo del genio divertido y juguetón que se ve obligado a pasar por una fase de imitación realista y convencional para que le dejen hacer lo que de verdad quiere: retratos sueltos y caricaturas (siempre fue un genio de los personajes secundarios), recuerdos mitificados y episodios seudoautobiográficos. La conclusión, que Kezich por alguna especie de pudor no llega a hacer explícita, es que Fellini, el ayudante de Rossellini en Paisà, el director de La strada, Il bidone y Las noches de Cabiria, fue un neorrealista a su pesar.
El libro de Costanzo Costan
tini, Fellini. Les cuento de mí, es complementario del de Kezich en más de un sentido. Se trata de una recopilación de las entrevistas que le hizo el periodista, desde la primera a mediados de los cincuenta hasta la última cuando el director acudió a Los Ángeles a recoger su quinto oscar en 1993. Además de un curioso listado final con las opiniones sobre Fellini de una cincuentena de personalidades, entre entrevista y entrevista Costantini incluye algunos capítulos breves que ilustran y ayudan a entender al director en cada momento de su vida.
El resultado es un retrato
en primera persona donde no se nos escamotean ni sus ideas fundamentales sobre el arte que practicó ("lo verosímil me interesa cada vez menos... A los grandes pintores no les gusta lo verosímil"; "el cine es luz"); ni sus relaciones con la Iglesia (se profesó católico, pero consultaba y creía a pies juntillas en los oráculos de magos y videntes); ni su impaciencia con el entrevistador cuando intenta forzar un desmentido o una confirmación ("¡y yo qué voy a saber lo que le dijo a su agente!", exclama cuando Costantini le machaca con la reacción de Anita Eckberg el día que le propuso rodar La dolce vita).
En resumen, dos libros que ayudan a comprender mejor el misterio que encierra un cineasta imaginativo y fantasioso como pocos, un creador tocado de esa sabiduría cervantina que le permitió tratar con cariño irónico a casi todos sus personajes.
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