Dos pistolas
Un militar herido en los trenes entregó su arma "porque es mejor no tenerla en los días de furia"
El siguiente testigo es un hombre corpulento, de pelo cano, con una leve cojera. Lleva en la mano una carpeta de plástico rojo y transparente. Se sienta en la silla frente al juez Gómez Bermúdez, quien le advierte de su obligación de declarar la verdad y de los perjuicios que le puede acarrear no hacerlo. Tiene la palabra al abogado de la AVT Juan Carlos Rodríguez Segura. En su muñeca derecha luce una pulsera con la bandera de España y en la trasera de su teléfono móvil, una pegatina con el escudo preconstitucional. El fondo de pantalla de su Nokia desplegable lo tiene reservado -como él mismo mostró ayer a la salida del juicio- para una fotografía de la enseña roja y gualda que preside la plaza de Colón de Madrid. Rodríguez Segura es un abogado habitual de la Audiencia Nacional, adonde suele acudir con una pistola en el cinto que a veces se asoma por el vuelo de su chaqueta. Dirige al testigo su primera pregunta.
-¿Era usted jefe de la sección de actuaciones especiales de la policía científica el 11 de marzo?
-No... No...
-¿Cuál era entonces su...?
-Soy víctima... Yo estaba el día de autos dentro del... del tren de la primera explosión...
Rodríguez Segura se queda perplejo. El juez le ofrece dos minutos para aclararse. Al menos sobre el papel, el principal interés de la jornada era la declaración sucesiva de varios policías de la Científica que intervinieron en el 11-M, propuestos como testigos por los abogados de la AVT. Por tanto, todo estaba dispuesto para aventar un día más el bulo, cada vez más endeble, de la conspiración. Pero, también de nuevo, la única verdad de las víctimas se hace presente. De pronto, allí, sentado delante de todos, está un hombre que pide por favor que le hablen alto porque desde aquel maldito día no ha vuelto a oír bien. El abogado empieza por fin el interrogatorio del testigo.
-¿En qué lugar se encontraba usted...?
-Cogí el tren a las siete y cinco... Era un día muy oscuro. Me senté en uno de los bancos que se abaten. Di una cabezada, me quedé traspuesto. Escuché sonar un móvil, una, dos, tres veces... Y a la de cinco hizo buumm. Salté, rompí el maletero de arriba, el asiento... Me salvó la vida una persona corpulenta que había entre la bomba, que estaba a metro y medio, y yo. Se me reventaron los pulmones, los tímpanos saltaron, y quedé atrapado debajo del suelo del tren. Aquello ardió durante 20 minutos, y mi preocupación era no dormirme con el humo tóxico. No veía porque el instinto no me dejaba despegar los párpados. No sabía si iba a salir vivo de allí.
El abogado sólo le hace otra pregunta. Se interesa por cómo le ha cambiado la vida y entonces se escucha en la sala la voz entrecortada del hombre, sus dificultades para respirar. La sala se adentra en un túnel muy oscuro que atraviesa la intimidad de José Luis García San Román, que así se llama el testigo, hasta desembocar en lugares donde todavía permanecen el humo y los párpados cerrados. "Tengo incapacidad total porque se me revuelven las tripas y enseguida pierdo los nervios. Yo era militar y tuve que entregar las armas". Como si necesitara dar alguna explicación más, el testigo vuelve a referirse al por qué de esa decisión.
-Es mejor no tener la pistola cerca en uno de esos días de furia en los que arrasas con todo...
Luego llega Santano. No hace falta decir el nombre de pila ni el cargo. Todos aquí saben quién es Miguel Ángel Santano, comisario general de la Policía Científica. A grandes rasgos, la peripecia que ha hecho famoso a este hombre es la siguiente. Un agente a sus órdenes vinculó a terroristas de ETA y Al Qaeda porque en los pisos de unos y otros se encontraron restos de ácido bórico. Santano, que pensó que aquello era una coincidencia absurda, borró tal referencia, se armó el escándalo consiguiente y una juez lo mantiene imputado.
El juicio termina temprano. Paseo de Extremadura abajo, el reportero se detiene junto al número 62. Es una droguería de las que ya no quedan. En el escaparate se exhiben cartuchos blancos con letras azules que anuncian repelente de serpientes, carbonato de magnesio, aceite de ricino, sosa cáustica, sulfato de hierro, esencia de jazmín y.... ¡ácido bórico! El dependiente está cubierto con un baby de crudillo como los que se usaban en las viejas tiendas de ultramarinos y coloniales.
-Buenas tardes, ¿tiene ácido bórico?
-¿Cuántos kilos quiere?
-¿A cuánto está el kilo?
-A diez euros, pero le puedo poner un paquetito de medio...
-¿Y para qué se lo lleva la gente?
-Para matar hormigas, cucarachas... También hay quien se lo lleva para el olor de pies...
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