Mentiras
La verdad es un concepto que goza de un inmerecido prestigio. En multitud de ocasiones, esa cosa descarnada y sin color, que recuerda al armazón de un peluche después de haber sido destripado, no puede compararse con los sucedáneos que le hacen competencia. William James dictaminó que el hombre es una criatura que no soporta demasiada realidad: que si tuviera que asomarse al universo sin las anteojeras que le hacen encontrar a su alrededor más colores y fragancias de los que existen, acabaría por quedarse ciego como los poetas antiguos. En mi caso, soy del parecer de que la sinceridad equivale a una flagrante falta de educación. Andar por ahí confesando al prójimo lo que pensamos de él significaría convertir la vida en una jaula de cigarras, que abultan mucho más y resultan notablemente más ruidosas que los grillos que de tanta fama gozan. Lo que nos permite sostener nuestro matrimonio y convivir con el individuo que se sienta en la mesa de al lado de la oficina es disfrazar la fatiga que muchas veces aflora en nuestros actos debajo de mentiras bien intencionadas: cariño, has vuelto a olvidarte las llaves dentro del coche y ahora me toca a mí ir a recogerlas, pero no tiene importancia porque te quiero mucho; Alfredo, has vuelto a dejar el dossier en el cajón equivocado y me has obligado a buscarlo como un loco por todo el despacho, pero no tiene importancia porque nadie está a salvo de los descuidos. En la escuela se nos enseña ya a pulir nuestro desánimo y nuestra rabia y a tratar de camuflar las constantes desilusiones con que nos atosiga el mundo bajo mentiras piadosas: quien bien te quiere te hará llorar, no siempre puede obtenerse lo que uno desea, hay que dar el brazo a torcer, el que sigue la consigue. Engañamos perpetuamente a los demás cuando les deseamos buenos días en el ascensor o restamos gravedad al pisotón que acaba de triturarnos el zapato al subir al autobús, nos engañamos a nosotros mismos a la hora de recurrir a excusas de segunda mano que disculpan el hecho de haber suspendido un examen o el fracaso de una entrevista de trabajo. Está bien que así sea: nadie puede mirar el sol cara a cara sin abrasarse y resulta preferible presenciar su duplicado en el cristal del escaparate.
Una firma de Málaga oferta ahora a empresas y particulares la verdad en estado químicamente puro, sin aditivos ni colorantes que la potabilicen y la hagan asequible al consumo humano. El regalo llega de la mano del polígrafo, ese invento curtido en las películas de espías que a través de una copiosa red de tentáculos que van a parar a no sé qué terminaciones nerviosas y nudos de tensión, es capaz de detectar con mínimos márgenes de incertidumbre la rebelión de nuestro organismo cada vez que formulamos una mentira. Dicha firma se ofrece a colaborar en casos sobre los que planea la sombra de corrupción urbanística y promete desenmascarar a los aspirantes a un empleo que hayan tergiversado su currículum. Los sindicatos ya han puesto el grito en el cielo alegando que dicha práctica vulnera uno de los principios más elementales de la Constitución, el del derecho a la intimidad; yo añado: dicha práctica dispara a bocajarro contra el fundamento mismo de nuestra cordura, que es el engaño. Existen infinidad de verdades que no me interesan lo más mínimo y que prefiero seguir ignorando: no quiero saber si mi mujer almorzó ayer realmente con una amiga después de dejarme colgado frente al plato de espaguetis, ni quiero saber cuáles son las posibilidades auténticas de que el lunar que sospechosamente acaba de brotarme en la espalda corresponda a un inocente lunar de primavera. Me niego a que nadie me arrebate el derecho más inalienable que ampara a los perdedores: el de engañarse a sí mismo. Prefiero seguir creyendo que soy un escritor de segunda fila porque todos los premios están amañados, que no poseo un mejor puesto de trabajo porque no se puede combatir contra los enchufes, que merece la pena levantarse con una sonrisa en los labios porque mañana, contra la evidencia de la estadística, todo va a salir a pedir de boca. Exijo a mis semejantes lo que aquel personaje de cierta película lacrimógena suplicaba a su amante: "Miénteme, aunque sea mentira".
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