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Columna
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El disfraz

No me podía creer que la imagen de la trasera de un autobús urbano de Madrid fuera la de Esperancita Aguirre con un casco y una chaqueta de obra. Me parecía increíble. La aristócrata disfrazada de currela y los dos sociatas que íbamos detrás, en un coche, de punta en blanco, como corresponde a dos provincianos de gestiones en la villa y corte, disfrazados de señoritos. En todo caso había una cierta difamación. El que tendría que aparecer en el cartel con un casco de obra era Gallardón, que se ha ganado la fama de levantar Madrid, no Esperanza. Gallardón nunca aparecería en un cartel de campaña con un casco; es muy serio, jamás jugaría con lo que no es. Aguirre tiene arrestos para eso y para más. Fíjense lo lozana que salió del helicóptero accidentado mientras que a Rajoy, tembloroso, le costaba articular palabra. Se pone el casco lo mismo que otro día aparece de Cenicienta, y es que, por si no sabe, hemos entrado en elecciones.

El Congreso de los Diputados ha tomado en consideración una propuesta del Parlamento navarro para que no se coloquen primeras piedras ni se realicen inauguraciones durante periodo electoral. No está mal, pero sospecho que se acabará buscando la trampa, porque no hay político que pueda resistir sus ansias de inaugurar cosas. Un político sin inauguraciones es como un jardín sin flor. Conozco a uno de una comunidad vecina que inaugura el repintado de los pasos de cebra de los pueblos, y hay otro jubilado en un asilo de ancianos que no para de inaugurar. En vez de bendecir la mesa inaugura la sopa, el pescadito y las natillas. Acabarían frustrados y enfermos si no se les deja llegar con sus cortejos a cortar cintas, dos horas después de que los municipales hayan cerrado el tráfico, para que por fin aparezcan ungidos de autoridad, pues salen de los coches oficiales, a inaugurar lo que se tenga que inaugurar al grito de "a mi inauguraciones".

Fíjense de lo que se les liberaría en el País Vasco, del inefable aurresku y toda su ceremonia. El tío, peor es la tía, cosa de la igualdad, levantando la patita y saludando al público, todo para que el candidato acabe inaugurando la obra, que sólo le falta decir como al Caudillo: "Queda inaugurado este pantano". No sé si se dan cuenta el parecido con aquello que tiene las inauguraciones, con el NO-DO, con toda la parafernalia totalitaria, cuando en el fondo lo que queremos es que dejen de hacer el ridículo, y que nos dejen un poquito en paz porque ya hace tiempo que tenemos decidido a quién vamos a votar.

Fue en La vuelta al mundo en ochenta días a su llegada a una localidad del Lejano Oeste donde mister Fog, ante toda la verbena electoral, que encuentran se vuelve sentencioso hacia su mayordomo y le espeta con desprecio: "Por lo visto están eligiendo a un presidente". No podía aceptar un aristócrata británico tanta fiesta en unas elecciones cuando en su país es el candidato el que marcha a su distrito a solicitar el apoyo de sus fuerzas vivas con humildad y discreción. Pero aquí hemos cogido de America el rábano por las hojas y nos quedamos con la verbena y no con la esencia, con lo que en el fondo es, un contrato entre el ciudadano y su candidato. Aquí es una exposición del candidato hecha por esas grandes corporaciones, cada vez más poderosas ante el individuo, que son los partidos, a los que pertenecemos o nos adherimos como si fuera una religión.

Claro, y en esa venta de candidatos llegará un día que nos presentarán a trapecistas y domadores, los medios y el marketing mandan, por encima del personaje sensato que pueda regir nuestros intereses durante cuatro años. Hace ya varios, y hay que admirar su sinceridad, un candidato a alcalde, que ganó, hizo su acto principal con un circo, y en eso se está convirtiendo las elecciones con el tiempo, porque luego nada tiene que ver con lo que se dijo, y nada tiene que ver con los programas que, por cierto, nadie lee, aunque Anguita le diera mucha importancia. Anguita ya no está en la política.

Bueno, prepárese para el carnaval electoral, para las sonrisas profident de los candidatos, para verles disfrazados de lo que no son, para sorprenderse ante sus promesas, para que le besuqueen a su niño o bailen con su suegra en el centro de jubilados, llegaron las elecciones. Lo que nunca parece que vaya a llegar es el buen criterio que Marx atribuye al cliente del carnicero en El 18 Brumario de Luis Bonaparte. Cliente que sabe distinguir lo que el carnicero dice de sí mismo de lo que en realidad es. Todavía está por llegar esa capacidad de distinción ante los políticos, como en tiempos de Jesús de Nazaret, como bien describe la película La vida de Brian: nadie sabe distinguir los falsos de los buenos profetas. No se fíe de los disfraces, es un mal síntoma, pero vaya a votar. Es el menos malo de los sistemas. Pongamos algo de nuestra parte para acabar con esta bronca política.

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