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Columna
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El esqueleto de Raúl

Ya no va a volver. Al igual que yo, muchos le hemos esperado durante años, domingo tras domingo, asomados a la televisión como una madre a la ventana aguardando el regreso de un hijo extraviado, como la amante que no cesa de anhelar a su soldado.

Sin embargo, ahora hemos comprendido que Raúl se ha ido para siempre. Y hemos tenido esa revelación justo cuando el Real Madrid ha vivido el espejismo de ganar la Liga, tras los dos últimos partidos en los que el siete ha marcado. A veces, los malos tiempos avivan desproporcionadamente las pequeñas ilusiones, la mente reacciona con una sobredosis de endorfinas, el cuerpo compensa las adversidades administrándonos instintivamente una inyección de injustificado optimismo ante la más leve luz. Quizá por eso durante estos últimos cuatro años en los que el Real Madrid se ha desgalactizado dejándonos a oscuras, la esperanza en Raúl no se apagó.

Él, sin embargo, se borraba sistemáticamente de los partidos. Las sofisticadas estadísticas sobre los kilómetros recorridos por cada jugador durante un encuentro desvelaban que el capitán era el más fogoso. Pero lo cierto es que nunca transitaba por los confines del balón, parecía estar jugando otro partido, quizá el de otro tiempo mejor.

Ha bastado con que el Barça sufra una crisis interna y Raúl tenga un par de buenas actuaciones para devolvernos la lucidez. Con buen ánimo se enjuicia equilibradamente, sin la venda de la fe. Y es precisamente ahora cuando hemos comprendido que Raúl es un ex futbolista. Pero lo realmente duro ha sido entender que durante el último lustro nos hemos negado su declive para evitar enfrentarnos al propio, al ocaso de una versión de nosotros mismos joven e ilusionada.

Al igual que cuando se ve una película se sueña inconscientemente con ser el protagonista, al contemplar un partido de fútbol se fantasea con ser la estrella. El adiós de Raúl es la defunción de un tiempo en el que fuimos felices gritando sus goles. Su cadáver futbolístico permanecerá siempre con nosotros, nos hermanamos en las tardes de aguanises y Copas de Europa y ahora continuaremos juntos, compartiendo el cementerio de esos recuerdos. Sus huesos de delantero voraz y los nuestros de hincha devoto forman una misma persona que ya no existe.

Con Raúl nos hemos acabado todos los madridistas un poco, al igual que lo hemos hecho con el final de otros ídolos blancos como Míchel, Butragueño, Hierro o Zidane. Ahora lo importante es la oportunidad que nos está dando el destino de reencarnar nuestras viejas devociones. De la misma manera que nuestros padres han tratado de revivir sus aspiraciones fracasadas a través de nosotros y quizá nosotros hayamos hecho lo mismo con nuestros hijos, los descendientes de los futbolistas brindan hoy una nueva oportunidad.

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Adrián, el hijo de Míchel, ya destaca en el Real Madrid Castilla, pero la ilusión más radiante se llama Enzo y tiene 12 años. El primogénito de Zinedine Zidane ganó la semana pasada el Torneo Internacional del Mediterráneo vistiendo la camiseta del Real Madrid en una final contra el Barcelona. Enzo (llamado así en honor al ídolo futbolístico de Zizou, Enzo Fracescoli) ya hace la "ruleta" de su padre y dicen los cronistas deportivos que lleva los genes del crack francés.

Leí la noticia de su triunfo en el periódico y me quedé observando su foto un rato. Intentando encontrar en ese niño que sostenía una copa plateada casi tan grande como él algún rasgo de su padre. Me esforcé por buscar unos ojos verdes en su gesto fruncido, deslumbrado por el sol. Pero era demasiado joven y tenía demasiado pelo para recordarme a Zinedine. Entonces me dediqué a escudriñar otra instantánea más pequeña donde corría con el balón en los pies. Repasé mentalmente todo el catálogo indeleble de gestos que nos regaló su padre sobre el campo, pero tampoco logré ver al último gran cinco madridista en aquel chaval. Busqué a Zidane en sus facciones y su estampa con la desazón con la que se rastrea en un amigo reencontrado al niño con quien compartimos la infancia. Fracasé.

Cerré el periódico y me pregunté por qué me resultaba tan descorazonador el aspecto de Enzo. Comprendí que no era porque no se pareciera a su padre, sino porque apenas me recordaba a mí.

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