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Crónica:LA CRÓNICA
Crónica
Texto informativo con interpretación

Manual del buen guía

No pude asistir a la presentación de L'art d'ensenyar Barcelona, que se celebró el martes en el Ateneu porque a la misma hora le estaba enseñando la ciudad a un amigo suizo. El libro es una feliz reedición del que escribió Carles Soldevila (1892-1967) con el seudónimo Myself y que narra las peripecias de un cicerone que debe guiar a una familia de turistas alemanes por las calles de la sede de la Exposición Universal de 1929. Pasé por delante del Ateneu justo a aquella hora y le comenté a mi amigo que, precisamente en aquel momento, se recuperaba el libro de Soldevila, a ver si se animaba. El suizo, indiferente a las delicias del texto en particular y de la literatura catalana en general, me pidió que siguiéramos con nuestras ruta de pinchos vascos que le han proporcionado una visión de nuestra ciudad totalmente distorsionada: cree que Barcelona es como San Sebastián pero a lo bestia, que el plato típico de nuestro país es la chistorra ensartada en palillo y que la bebida nacional es la cerveza.

Las ciudades construyen sus leyendas sobre la exageración y asumen distorsiones de la realidad que, a la larga, se convierten en una mercadotecnia

En los tiempos de Soldevila, en cambio, la fiebre del pincho euskaldún todavía no había invadido la ciudad. Su criterio a la hora de ejercer de cicerone era de lo más sensato y civilizado. Culto, respetuoso, conocedor de la historia y de los detalles más frívolos del territorio que enseña, Soldevila no duda en utilizar la propina y las influencias para cumplir con las sagradas obligaciones del buen anfitrión y recomienda que cuando vayamos a recibir a un invitado extranjero acudamos ben polits, ben afaitats i amb el somriure als llavis. Los lugares elegidos para impresionar a sus huéspedes son los esperados. Soldevila, por ejemplo, les lleva a recorrer La Rambla y recomienda: "Deixeu que les Rambles s'expliquin totes soles". No sé qué opinaría Soldevila de La Rambla actual ni si comprendería que se hayan convertido en una extensión del vestíbulo del aeropuerto en sus días más agitados. Hay días que, más que explicarse solas, las Ramblas deliran. Tampoco falta la visita a Collserola, que incluye la propagación interesada del mito de la visión de Mallorca, resumido en el siguiente comentario: "Jo no he tingut mai la sort de veure Mallorca des del cim de Collserola. No hi fa res: el costum és assegurar que, en un dia clar, hom veu el Puig Major i vós no mancareu pas a aquest costum ple de suggestions". Las ciudades, pues, construyen sus leyendas sobre la exageración y asumen distorsiones de la realidad que, a la larga, se convierten en una mercadotecnia digna de figurar en los discursos de sus regidores más hiperactivos y demagogos.

Actualmente, las guías ya no sugieren sólo que visitemos la parte más monumental de la ciudad. La famosa colección de guías Wallpaper, sin ir más lejos, incluye para Barcelona un recorrido con muchas paradas y etapas modernas, muy interesada por el interiorismo y la arquitectura. Se subrayan las virtudes del bar y del vestíbulo del Hotel Pulitzer, la cromática mole azul del edificio Fórum, las vistas de la Torre d'Alta Mar, la luz blanca de la tortillería Flash y, para darle cierta categoría arquitectónica, la fachada de La Pedrera de Gaudí. Y allí es donde las cosas más han cambiado entre aquella Barcelona de Soldevila y la nuestra. El suizo, sin ir más lejos, me exigió que le llevara a ver edificios de Gaudí mientras que Soldevila no duda en manifestar, con un delicioso sentido del humor, su animadversión por todo lo que huele al arquitecto atropellado. Cuando sus huéspedes alemanes pasean ante La Pedrera, lejos de rendirse a sus encantos, como hacen las incesantes peregrinaciones de visitantes que lo recorren cada día, Soldevila se manifiesta en estos términos: "És l'obra d'un arquitecte indiscutible, genial, però d'un gust lamentable. Ara, si us sembla, ens arribarem a veure una altra obra seva... La Sagrada Família, catedral en construcció... I donarem per acabat aquest capítol tan enutjós com indispensable".

Me encanta el tono de resignación inteligente al que recurre Soldevila. En realidad, ésta es una sensación que nos persigue a menudo: tener la obligación de enseñar cosas que no nos gustan pero que, por patriotismo local, no podemos obviar. Ya sea de Gaudí o de cualquier otro arquitecto, ciertos edificios consiguen situarse en el top ten e incluso turistas tan insensibles como mi amigo suizo sienten la necesidad de visitarlos. Pero la alergia de Soldevila no sólo afectaba a Gaudí. Cuando no le queda más remedio que llevar a sus amigos alemanes al Palau de la Música, otra joya del modernismo, comenta: "Només un bon programa us ajudarà a desfer la mala impressió que l'edifici produirà als vostres turistes. Tots els barcelonins són persuadits a hores d'ara que l'esmentat Palau és una desgràcia". Es un comentario que el tiempo ha desmentido y que, en el fondo, nos da grandes esperanzas: significa que algunas de las teóricas maravillas de la Barcelona actual pueden convertirse, con el tiempo, en lugares merecidamente no recomendables. Por fin.

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