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Trenes muy poco conocidos

Félix de Azúa

En sus dos últimas películas, Clint Eastwood da una visión asaz convincente del asalto a la isla de Iwo Jima, decisivo para el final de la campaña del Pacífico. Lo expone desde ambos lados, el americano y el japonés. Al parecer, aun cuando la crítica ha sido elogiosa, el relato no ha logrado el éxito entre el público de los EE UU. Tengo para mí que una de las causas del escaso entusiasmo popular es que el protagonista de la primera parte sea un camillero y el de la segunda un soldado nipón sin ímpetu combativo cuya vida está ligada a la del comandante de la plaza, un general excesivamente inteligente como para provocar la simpatía de las masas.

Las películas de guerra habituales, las que buscan el embeleso populista, no pueden apartarse del sentimentalismo pequeño burgués (antes, "cursilería"), como esos soldados Ryan de Spielberg o esas milicianas de Loach cuya presencia hurga con dedos codiciosos en nuestro corazón. Para el actual convencionalismo, la guerra sólo es digerible mediante una infusión simple y epidérmica, como de novela rosa ideológica. Sin embargo, Eastwood ha intentado excavar un poco más. Su primera parte, la mejor de las dos, creo yo, ve la contienda desde el punto de vista de un camillero, ese desconocido.

Precisamente el cine nos ha habituado a creer que en las guerras todo lo deciden los políticos, los oficiales y los soldados, mentira tan portentosa como creer que en las democracias todo lo deciden los votantes. El camillero de Eastwood es una pieza clave, pero oculta, del combate. Con todo conocimiento, el alto mando japonés había ordenado matar en primer lugar a los camilleros porque cada baja de ese cuerpo suponía la muerte de cientos de heridos cuya agonía en el campo de batalla desmoralizaba a los supervivientes. Un buen servicio médico era esencial en la guerra convencional, e imagino que aún lo sigue siendo. Saber que si caes con un tiro en el estómago no vas a morir como un perro, adivino que da fuerzas para seguir avanzando.

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El segundo elemento oculto en la imagen sentimental de la guerra es la intendencia y el transporte. En la mayor parte de las actuales cintas bélicas, por no decir en todas, los soldados se alimentan de aire, reciben el correo de manos de los ángeles y han llegado al frente caídos de una nube. Sin embargo, era la buena organización de esos elementos lo que decidía una victoria o una derrota. En sus recuerdos sobre la Primera Guerra Mundial, el mariscal Ludendorff, una de las lumbreras del Alto Estado Mayor alemán, se lamentaba amargamente: "La victoria francesa de 1918 fue la victoria del camión francés sobre el tren alemán". Contra lo que pueda parecer, la progresiva tecnificación de los combates hasta llegar a las actuales guerras robóticas comenzó no hace tantos años.

Una escueta exposición del Museo del Ejército francés, en los Inválidos, presenta la historia de ese cuerpo casi desconocido, l'Arme du Train (cuya traducción al español será, quizás, ¿el Arma de Transportes?) y en ella se constata que apenas tiene doscientos años. Su fundación, ¡cómo no!, fue otra iniciativa napoleónica. En 1807, el emperador creó el primer Train d'equipages militaires. Hasta esa fecha los soldados comían según las contratas privadas de cada batallón, estaban a merced del placer o el negocio de los jefes, al azar de los mercaderes que se arriesgaran a seguir a los soldados o de las mujeres que les acompañaran. Apenas puede hablarse de evacuación o cuidado de los heridos tras cada batalla, porque se improvisaba. Una de las causas de las continuas victorias napoleónicas fue justamente que ningún otro ejército contaba entonces con ese servicio ejemplar, tan heroico como la infantería, capaz de auxiliar a los caídos y trasladarlos a lugar seguro.

No es casual que l'Arme du Train ganara su primera águila durante la guerra de España, en 1812. Hay que imaginar las campañas por los bosques, las sierras y los peñascales españoles, en pasos de montaña apenas transitables, con una orografíasólo comparable a la balcánica y por allí, serpenteando, las reatas de mulas y caballos cargados de alimento, munición, agua, mantas, medicinas, en fin, lo imprescindible para que las columnas avanzaran más rápidas que el enemigo. ¡Y con qué esfuerzo!

En la exposición figura una de las monturas en las que se evacuaba a los heridos: es una silla con estructura de hierro y dos estrechos asientos dotados de estribo (cacolets) que cuelgan a modo de alforjas. Pesaban 150 kilos y hay que pensar en aquellas mulillas y en su conductor cargando con la pareja de muchachos maltrechos, trotando por los estrechos pasos de Despeñaperros o de Sierra Morena, para figurarse una guerra enteramente distinta de la habitual. Por cierto que esas mulas sí aparecen en la reciente película de Rachid Bouracheb, Indigènes, en la que arremete contra el ejército francés por el racismo con que trató a sus soldados magrebíes y senegaleses.

La evolución del Train fue rapidísima. Si avistamos la Primera Guerra Mundial nos aparece un bosque de 180.000 conductores, 140.000 animales (las llamadas unidades "hipomóviles") y 97.000 vehículos (las "automóviles"). Se dice que uno de los motivos por los que la guerra quedó estancada en la espantosa carnicería de las trincheras, con millones de bajas por ambos lados y sin que el frente se moviera un centímetro durante años, fue el efecto de una movilización rapidísima y el apabullante desconcierto de los generales incapaces de hacer nada de provecho con un utensilio mil veces superior a sus capacidades.

¿Cómo puede ser tan escasa la información y casi inexistente la imagen cinematográfica o literaria de tan enorme máquina técnica y humana? Los conductores por supuesto también disparaban y tenían que entrar en lo más duro de los combates porque allí era donde recogían a los heridos para evacuarlos. Todavía en la Segunda Guerra Mundial (recuérdense las imágenes de la liberación de Italia) a los heridos se les evacuaba en mulas cuando los combates se daban a campo abierto o en ciudades intransitables por la devastación de los bombardeos.

Ciertamente, la historia de esta arma se hace menos fascinante a medida que la tecnificación va dando mayor importancia a la máquina que al tiro de sangre o a la vieja camioneta atoldada y conducida a toda velocidad por un as cubierto con casco de cuero, mientras el copiloto vacía su pistola contra un biplano que les ametralla desde el aire. En nuestros días la unidad estelar del arma se llama "vehículo de transporte logístico" y es una colosal plataforma sobre la que se trasladan unidades blindadas que no pueden llevarse por aire. Unos monstruos a cuyo lado las mulillas semejan señoritas con sombrero de velo y botines de corchete.

El camillero de Eastwood es un punto de vista novedoso en la imagen de la guerra moderna. Es cierto que no puede emocionar a las masas con la misma intensidad que el héroe romántico y sentimental de las cintas patrioteras, pero libera de la abusiva presencia del soldado valiente o cobarde, víctima o verdugo, cínico o angélico, que oculta con su rostro la presencia de un orden racional y técnico en la batalla.

Porque lo que propone la mistificación romántica, sentimental y nacionalista es hacernos creer que la guerra trae consigo una experiencia salvadora, individual, subjetiva, sin relación con la red de metros de una ciudad, el abastecimiento de los mercados, el circuito de carreteras en fin de semana, el conjunto hospitalario de una nación o la logística de la mercancía. Sin embargo, como todos sabemos, la guerra es tan sólo la política llevada a su verdad radical. Una verdad tan dura de soportar que a veces descansamos de ella durante decenios mediante esa argucia teatral y litúrgica que llamamos "tiempo de paz" y que consiste en simular que no hay bajas.

Félix de Azúa es escritor.

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Sobre la firma

Félix de Azúa
Nació en Barcelona en 1944. Doctor en Filosofía y catedrático de Estética, es colaborador habitual del diario El País. Escritor experto en todos los géneros, su obra se caracteriza por un notable sentido del humor y una profunda capacidad de análisis. En junio de 2015, fue elegido miembro de la Real Academia Española para ocupar el sillón "H".

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