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El nervio de Europa

No hay día en que los medios de comunicación no nos hablen de una Polonia que nos sorprende, nos decepciona y nos preocupa sobremanera. Las noticias que últimamente nos llegan del Vístula son, en efecto, desalentadoras. Las últimas, la caza de brujas lanzada por aquel Gobierno contra los homosexuales y contra los ex combatientes polacos de las Brigadas Internacionales, ¡de esto hace ahora 70 años!

No hay que desesperar, sin embargo. Polonia es un gran país y, el suyo, un pueblo heroico; uno de esos pocos pueblos, como el vietnamita, que han sabido mantener alta la cabeza a lo largo de un sufrimiento secular. Lo que ahora está sucediendo allí es un mal sueño, una pesadilla que deseamos pasajera. Pasará este Gobierno y vendrán otros, más avenidos a la realidad de una Unión Europea a la que Polonia ha querido pertenecer, pero a la que no se podrá transformar conforme a los parámetros que hoy en día están aplicándose dentro de sus fronteras. No lo permitiremos, por mucho que se empeñen sus actuales dirigentes. Porque si el peso de la Historia puede explicar ciertas cosas, y así lo entendemos, no por ello servirá de excusa para que pretendan que rectifiquemos el rumbo que los demás nos hemos dado. Es más, por grandes que hayan sido sus padecimientos, mejor harían los polacos en mirarse en el ejemplo franco-alemán, como pauta a seguir, que no ensimismándose en el cultivo enfermizo de los gérmenes de su resentimiento.

Superados los iniciales recelos que han separado a España de Polonia -al país que al cabo de dos décadas ha tenido que ir soltando el lastre fecundo de las ayudas comunitarias, de aquel otro que ha comenzado a recibirlas-, Varsovia y Madrid han sabido dar pasos concretos para encontrar otros acomodos, tal y como los tiempos aconsejan, en lo referente por ejemplo a la libre circulación de personas en el interior de la Unión. Acabarán por hacerlo también en otros terrenos, sean o no competidores en ellos.

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Pero no es sólo en este campo, el de la rivalidad económica, donde las dos naciones deben reencontrarse, sino, sobre todo, en el más noble, más ambicioso también por estratégico, de una visión compartida de la Europa nueva, que no de la "nueva" Europa contrapuesta a la "vieja" dama denostada por los neoconservadores, los extraños así como los propios, por mucho que éstos se sacudan ahora el sambenito. Polacos y españoles hemos de mirar hacia delante. Hacia una Unión Europea actor decisivo en un mundo multipolar, inevitablemente multipolar, que ya ha asomado por Oriente, que lo hará en Latinoamérica y, más tarde o más temprano, en África. Una nueva constelación que no un solo sol, en la que junto a los Estados Unidos de América se darán cita -ya lo están haciendo- Rusia, China, India y Japón; algún día quizá también Brasil, Indonesia, Nigeria. Y, desde luego, la Unión Europea.

En este mundo que se avecina inexorablemente, la Unión Europea tiene que asumir, sin echarse atrás, el papel protagonista que le corresponde a menos que se resigne a dimitir de una responsabilidad histórica y a desaprovechar simultáneamente una oportunidad irrepetible. Siquiera sea porque será precisamente en este nuevo contexto internacional donde la dimensión ética europea en modo alguno puede estar ausente. Es aquí donde España y Polonia tienen que jugar también sus bazas. La más importante, la de formar parte junto con Francia y la República Federal de Alemania, superados los prejuicios y los resentimientos históricos, del hilo conductor de la Europa renacida que ahora cumple medio siglo. Constituir el nervio de una Europa que, con el ingreso inexcusable de Turquía, se extenderá de Lisboa a Ankara y de Helsinki a Siracusa, y cuya columna vertebral debería pasar en cualquier caso por Varsovia, Berlín, París y Madrid.

Cuando Ankara se haya sentado en Bruselas será también entonces la hora de Turquía, este gran país en los confines del Mediterráneo oriental al que corresponderá desempeñar -en la senda trazada por Kemal Ataturk- otro papel irrenunciable, el de ser el truchimán, el intérprete, entre una Europa laica y creíble, integradora de millones de musulmanes, y el mundo islámico. Turquía se convertirá así en el escaparate de la conciliación triunfante del islam con la modernidad, y también en el espejo en el que se reflejen cuantos en torno suyo pugnan por alcanzar parecidos objetivos en una región cuya estabilidad es fundamental para la paz y la seguridad internacionales. Será sólo entonces cuando los hechos no desmentirán el discurso occidental, tantas veces reiterado, de la moderación, del diálogo y del aprecio de la diversidad.

En la encrucijada en que hoy vivimos, cuando se están replanteando las posiciones de unos y otros respecto de su futuro, fuerza es constatar que la Europa en la que a pesar de todo muchos nos resistimos a renunciar, solamente prosperará si sus Estados miembros, o un puñado de ellos al menos, la persiguen con una ambiciosa visión política, con determinación y con perseverancia. A cuantos aspiramos a una Unión Europea plenamente soberana, nos incumbe la tarea de dotarla de los medios que garanticen este propósito. Una voz y una sola defensa, pero propias las dos. Recientes acontecimientos, de los que también ahora se cumplen años, ponen en evidencia la debilidad congénita de la UE, su enfeudamiento trasatlántico. También son demasiados los caballos de Troya que están dentro de sus muros. Para retomar las riendas de su destino, los países que la integran tienen que dar de una vez cumplida respuesta a la gran interrogante, la de si nos resignamos a seguir siendo el gigante de los pies de barro, un planeta más girando en torno a tanta estrella.

Máximo Cajal es embajador de España.

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