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Columna
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El rostro del fariseo

Los cristianos de Entrevías aseguraban el domingo en mangas de camisa que Cristo había resucitado entre ellos. En la catedral de La Almudena, revestido de pontifical, Antonio María Rouco Varela decía lo mismo. Y en el esplendor del Vaticano, urbi et orbe, lo declaraba un ratito antes, Joseph Ratzinger. Se trataba de una proclamación conmemorativa, de alto valor simbólico, que se repite cada año. Y el propio Papa no dejó de recordar aquel mediodía lo insólito que le resultó en su momento el hecho de la resurrección a las santas mujeres ni lo remolón que estuvo santo Tomás para creérselo. Pero la gente, con fe o sin ella, tiene derecho a hacer de su imaginario lo que más le conforte. Los cristianos le han puesto un rostro humano a Dios y necesitan la resurrección, como cuenta san Pablo, para justificar su fe. Sin embargo, hay modos distintos de interpretar el lado humano de Jesús y en consecuencia su resurrección. Ratzinger, entre las columnas vaticanas, imaginaba el dolor humano y la realidad de las injusticias, después de consagrar el pan sin levadura, pero a lo lejos, y los curas de barrio de Madrid tenían las injusticias y el dolor al lado, mientras consagraban con pan del hornero del lugar. No hace falta ser un demagogo para confirmar esta evidencia, sino de tratar de comprender lo evidente para admitir lo que pasa. Y nada de esto es nuevo, ni noticia especial de esta semana santa.

Si es noticia en estos días una modesta iglesia local de los suburbios de esta capital, lo es sencillamente porque la autoridad diocesana ha decidido acabar ahora con esas diferencias de un modo tajante. Y acaso no tanto porque las haya afrontado al fin, conocidas las posiciones doctrinales y sociales de Rouco Varela, igual que sus indisimuladas posiciones políticas ultraconservadoras, sino porque haya tardado mucho tiempo en tratar de erradicarlas. La Iglesia de los pobres de Entrevías tuvo siempre dificultades de comprensión, incluso con la Iglesia más evolucionada de Vicente Enrique y Tarancón, pero este arzobispo no sólo era un pastor tolerante sino un protagonista destacado de una sociedad de tolerancia. Quizá la herencia de esa tolerancia le permitió a esta iglesia de barrio crecer en la elección de un Cristo marginal y de los débiles, dificultando en cierto modo la represalia de la jerarquía, mientras que la recuperación en la España actual de la voz de los que mandaban a Tarancón al paredón es posible que estimule ahora una posición arzobispal más intransigente. Todos los polvos vienen de los mismos lodos. Pero si esa iglesia de los pobres cuenta con la adhesión de muchos no creyentes, con una sensibilidad social próxima a los creyentes entregados a las causas de los débiles, como se demostró el domingo, no es porque se quiera ahora enviar al paredón a Rouco, sino por un afán de apoyo a quienes se admira en su modo de compartir. No lo entienden así los que creen que el que necesita apoyo es el cardenal madrileño y se extrañan con ironía de que quienes no son pobres y tienen medios para remediar la pobreza se interesen por un conflicto como este. Tal es el caso del devoto diputado popular, Vicente Martínez Pujalte. Si tal planteamiento no perteneciera en este caso al espejo del ridículo, tan frecuentado ahora por la cúpula del PP y tan bien diseccionado en estas páginas por Carlos Castilla del Pino, quizá podríamos hablar de demagogia, ignorancia y mala fe, pero no merece la pena emplear un sólo adjetivo para describir lo que por si sólo se describe en un personaje ridículo. Está muy cerca de los que hubieran querido enviar a Tarancón al paredón.

¿Es este un problema de gente de Iglesia que deben resolver únicamente entre ellos? Lo sería, entre otras cosas, si sólo se atendiera al Registro de la Propiedad, que documenta derechos del arzobispado sobre los solares que abarca la parroquia en cuestión, y se tuviera a la comunidad parroquial por unos okupas. Pero si se trata de pedir coherencia a los seguidores de Cristo en sus valores, de modo mucho más comprensivo que el que algunos obispos emplean en tratar de imponernos a todos su beligerancia doctrinal, no parece que se busque otra cosa que, tal como fuimos enseñados, descubrir el rostro del fariseo. La hipocresía exhibe como contradictorio lo que no lo es y cuanto más nos confunde más nos aleja de la realidad.

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