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Columna
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Meditando

A la una de la madrugada del Jueves Santo yo estaba meditando. No tenía otra posibilidad: una banda de trompetas y tambores no me dejaba dormir. Era la procesión de Semana Santa en un lugar entre Granada y Málaga, en la costa. El ruido rítmico tampoco me dejaba leer, y tengo que agradecérselo, porque me obligaba a meditar, que es lo que hago cuando no me puedo quedar dormido, quizá por mi formación católica y mi propensión al examen de conciencia. Así que, al compás de la música marcial, estuve pensando en el nexo entre la religión y los soldados, tan vivido desde mi niñez, con los desfiles y las procesiones y su mucha gente moviéndose al unísono, todos en uniforme, militares y penitentes.

El tambor, instrumento castrense, retumba en el estómago, donde también se aloja el miedo. Además de marcar el paso con su sonido claro y seco, también ha cumplido alguna vez la función de infundir pavor. La música de marcha marca el ritmo, y santos y costaleros y penitentes se mueven a toque de corneta en admirable logro coreográfico. Hay algo emocionante en ver a una multitud moverse en masa, a compás, ya sea en una parada militar o en estas procesiones de Semana Santa, donde el fervor de la milicia se une al fervor religioso. Mientras quiero dormirme, recuerdo la Biblia, libro bastante bélico, historia de la conquista y posesión de la Tierra Prometida, guerras que duran hasta hoy.

Pienso en el Antiguo Testamento, en la toma de Jericó, según las instrucciones divinas. Había que desfilar seis días alrededor de la ciudad, con el Arca de la Alianza y tocando las trompetas, lo que parece una descripción premonitoria y fiel de la Semana Santa de aquí. Al septimo día, las vueltas debían ser siete, y, al sonar de la voz de la trompeta, todo el pueblo armaría un ruido tremendo y la muralla se vendría abajo. Así sucedió, y Dios entregó a los conquistadores la ciudad, que fue saqueada y destruida y maldecida por Josué, el caudillo bíblico y militar del momento. "Maldito el que vuelva a levantar la ciudad de Jericó", dijo Josué.

Son cosas que se ven en la mente, como si la mente fuera la televisión en el momento de proyectar una de esas películas bíblico-romanas de Jueves Santo, a la una de la mañana, sin dormir, mientras redobla el tambor y tocan las trompetas, y vuelve la niñez, otra vez las tropas que escoltan a los tronos de Semana Santa. Estas demostraciones militares son muy admiradas por los niños y por los mayores, 50.000 o 60.000 personas ante la Legión en Málaga, que desembarca y desfila por la ciudad a paso rápido para escoltar a un Cristo.

Entonces se me va la cabeza a Dublín, por donde paseaba no hace mucho, a la catedral anglicana de San Patricio, restaurada por la familia cervecera Guinness. Es una iglesia llena de tumbas y cenotafios de soldados, caídos en las campañas en Birmania de 1852 y 1942 ("Cuando vuelvas a casa háblales de nosotros y diles / que por vuestro mañana hemos dado nuestro hoy", dice una lápida), de aviadores irlandeses abatidos al servicio de la RAF, de muertos en Sudáfrica, Egipto, la guerra de China, Afganistán en 1880, la India en 1847. En San Patricio pensé que la religión y la guerra son extrañas hermanas.

La Semana Santa siempre ha tenido música militar, y los niños unen en su corazón inmediatamente la santa procesión y la marcha a tambor y trompeta. Donde no desfilan las tropas del Estado, hoy declarado aconfesional procatólico, se forman bandas paramilitares de niños y niñas, que trompetean y redoblan el tambor, en compañía de bandas de música de plaza de toros, intérpretes de hermosas marchas fúnebres, de pasodobles: lo taurino, lo militar y lo religioso resultan de repente siameses. Y, por fin, a las siete de la mañana, me despertó una gran discusión juvenil en la calle, bajo la habitación en la que había conseguido dormirme. La pelea terminó terrible y afortunadamente cuando una moto arrancó con ira y se fue, gracias a Dios.

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Imaginé que quizá los que discutían eran los mismos que, como penitentes o trompeteros, me habían hecho meditar a medianoche. Quizá incluso salían de una discoteca, de golpear el suelo con el pie todos a la vez, más o menos sincronizados por la percusión electrónica. Es posible que los ritos militares y religiosos estén en la base de todos los entretenimientos humanos.

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