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Columna
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La Unión Europea sin futuro a la vista

Del estado cataléptico de la UE atestigua el comunicado oficial con motivo del 50 aniversario. Incluso comprimido en algunos tópicos vagos, no alcanzó el consenso necesario para que lo firmaran todos los socios y de faltar uno, mejor que no figurase ninguno. En estas últimas semanas los medios no han cesado de hacerse la pregunta de si la crisis por la que pasa la Unión es la más grave de las vividas. Claro que siempre la más ardua y delicada es aquella a la que tenemos que enfrentarnos, pero tal vez sirva de consuelo recordar las otras muchas crisis padecidas durante este medio siglo que no han impedido que estemos donde estamos. De crisis en crisis, la UE es la historia de un éxito fabuloso.

Para aquellos jóvenes europeístas de los años cincuenta que creíamos en unos Estados Unidos de Europa que habrían de superar el modelo de Estado nacional que tantos horrores había traído, el primer mazazo que creímos definitivo fue en 1954, cuando la desgraciada conjunción de gaullistas y comunistas derrotó en la Asamblea francesa la Comunidad Europea de Defensa, que arrastró consigo el proyecto ya elaborado de una Comunidad Política Europea, de la que cada año que pasa estamos más lejos.

Si no se puede avanzar por la vía político-militar, intentémoslo por la económica, que el día que formemos un mercado único, la Unión Política se nos dará por añadidura. De esta resignación esperanzada nacieron los Tratados de Roma. Que en la España de Franco un muchacho de 20 años fuera consciente del alcance de lo sucedido se lo debo, como tantas otras cosas, a mi mentor político, Dionisio Ridruejo, que, cuando la mayoría de mis amigos de Facultad soñaba con la revolución comunista mundial, me encauzó por la senda de una democracia que, como él pensaba, únicamente podría echar raíces en una Europa unida.

El segundo gran golpe para el proyecto político europeo, limitando la Comunidad Europea a una económica, todo lo integrada que se quiera, pero empeñada en conservar la soberanía de los Estados miembros, fue la adhesión del Reino Unido en 1973. Claro que ha tenido también sus efectos positivos, como la ampliación a los países nórdicos con la misma concepción economicista de Europa, y sobre todo el ejemplo constante de una Gran Bretaña que se resiste a aceptar muchas de las propuestas comunitarias, pero, cuando las asume, cumple fielmente.

En relación con las crisis pasadas, la que estamos viviendo es de menor cuantía, aunque era previsible y de ella somos culpables. Nadie ignoraba que, antes de proceder a la ampliación, había que resolver los problemas internos. Pese a los repetidos fracasos en esta dirección, se siguió con la ampliación, aunque con intenciones muy distintas: Alemania con la esperanza de que contribuyera a sacarla del estancamiento y el Reino Unido convencido de que suprimía de una vez por todas el fantasma de la unión política.

Se dejaron cuestiones esenciales de organización interna para una nueva conferencia intergubernamental ampliada, que tuvimos la desgracia de llamar "convención". Llevados por nombre tan pomposo, del mandato concreto se pasó a redactar una seudoconstitución que dos países han rechazado, dejándonos como herencia una Europa ampliada a 27 sin disponer de los órganos pertinentes. Si ya era difícil llegar a acuerdos en la Europa de los Quince, parece misión imposible lograrlo en la de los Veintisiete, ampliada a países que, como el Reino Unido, se sienten mucho más cerca de Estados Unidos de América que de la Unión, y que, además, después de decenios de satelización se comprende que el principal propósito sea preservar la independencia nacional. El peligro de que la UE degenere en un instrumento cada vez menos operativo para coordinar a Gobiernos cada vez más nacionalistas, es difícil quitárnoslo de la mente.

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