Cariño para el rebelde Llaneras
El 'pistard' mallorquín recibe en su tierra por primera vez en su larga carrera el homenaje enfervorizado y masivo de la afición al ciclismo
No se tiene constancia de que el sentimental baño de masas y cariño que ha vivido este fin de semana Joan Llaneras haya cambiado el carácter rebelde del ciclista mallorquín, una persona dotada del aire singular que distingue a todos los pioneros que eligen una actividad minoritaria.
Por primera vez quizás en su carrera deportiva, el campeón olímpico de Sidney y siete veces campeón del mundo ha vivido, en el velódromo de Palma de Mallorca, su tierra, los clamores y los vítores de una afición entregada, un homenaje teñido de lágrimas que habría hecho tambalearse las convicciones de cualquiera, pero no las de Joan Llaneras, que ya tiene casi 38 años y sabe de sobra que todo lo que ha conseguido, lo que le ha convertido en uno de los deportistas españoles más laureados de la historia, lo ha tenido que pelear en solitario. Tan solitariamente como sus entrenamientos, sus horas de velódromo, sus 25.000 kilómetros anuales por las carreteras de la Garrotxa, en Girona, donde reside desde los años 90, sus viajes invernales por los velódromos de medio mundo disputando seis días.
La soledad ha generado en su alma el distanciamiento, la lucidez, que le permite saber que no se puede estar toda la vida luchando contra molinos de viento, que le permite aceptar el desbordamiento de la afición en su honor declarando, como hizo a El Periódico en vísperas, "la sangre y el dolor llenan muchas más páginas que los éxitos deportivos, sobre todo en una modalidad minoritaria como es el ciclismo en pista".
El dolor y la sangre son la muerte de su compañero de madison Isaac Gálvez, un ciclista por el que luchó, por el que arriesgó sus relaciones con todas las autoridades deportivas, fallecido en noviembre en el velódromo de Gante. La noticia de su accidente mortal llenó más páginas, efectivamente, que los títulos mundiales conseguidos a medias con Llaneras; la noticia de su muerte, el dolor de Llaneras, llenó el sábado y ayer domingo -el mallorquín junto a Carles Torrent perdió la medalla de bronce en el último sprint de la americana, donde se impusieron los suizos Risi-Marvuli- el velódromo de Palma de aficionados conmovidos.
Por Gálvez había luchado Llaneras contra todos porque no entendía que la federación le impusiera en los Juegos de Atenas a Miguel Alzamora como compañero en la americana, cuando él había demostrado que sus condiciones de rodador se compenetraban con la velocidad de sprinter de Gálvez a la maravilla, como demostraba su título Mundial de 1999; como demostraría después su oro en el Mundial de 2006. Y con el mismo tesón y determinación lo mismo defiende su derecho a primas especiales como critica el abandono de la pista en Cataluña, la falta de velódromos, cómo el olímpico de Barcelona no vale porque tiene problemas de humedad.
Pero quizás estas luchas, estas peleas necesarias, no sean tanto como parecen, sobre todo comparadas con la gran batalla que tuvo que librar, otra vez pionero, a solas contra el sistema, en 2001, cuando a punto estuvo de ser declarado positivo por dopaje con EPO. El laboratorio de París declaró no negativo el análisis en el frasco A. Llaneras, alucinado, prometió a todos los que le preguntaban, aseguró a todos los que dudaban, que él no había tomado EPO, que aquello era un error. Fue más allá. Llamó a la UCI y le pidió que para aclarar las dudas tomaran una muestra de su ADN y lo cotejaran con la orina. La UCI, la misma federación internacional que ahora reclama su ADN a todos los ciclistas, se negó en redondo. Afortunadamente para Llaneras y para la justicia de la lucha contra el dopaje, el contraanálisis en el frasco B resultó negativo. La pelea de Llaneras había sacado a la luz un fleco en un método de detección aún balbuceante.
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