Babel se eleva sobre la Castellana
Empleados de 25 nacionalidades diferentes trabajan juntos para levantar un rascacielos
La torre de Babel se construye en Madrid. La escena bíblica se repite, pero al revés. Cuenta la Biblia que Dios castigó a los hombres por la osadía de querer alcanzar el cielo construyendo una elevada torre. Como escarmiento, la ira divina dividió su habla en múltiples idiomas para que los hombres no se entendieran y no pudieran terminar su empresa. Y así ha sido durante siglos. Ahora la historia se da la vuelta en Madrid.
El 46,3% de los hombres extranjeros de la región trabaja en la construcción
"Tienes que hacer un esfuerzo por comunicarte", explica la jefa de Seguridad
La nueva torre de Babel está al final del paseo de la Castellana, en el antiguo campo de entrenamiento del Real Madrid, y se llama torre Sacyr. Junto a las otras tres torres en construcción, intenta alcanzar el cielo desperezándose con sus 243 metros y repartidos en 47 plantas, pero en este caso los 350 empleados de 25 nacionalidades diferentes están cada día condenados a entenderse para poder terminar la obra antes de junio de 2008, como está previsto.
Tampoco, que se sepa, ha contribuido en esta gran construcción la ira divina, sino que ha sido el millar largo de trabajadores que han participado en su construcción, de unas 500 subcontratas, desde enero de 2005. Aunque la empresa constructora no puede precisar cuántos hay de cada país, los trabajadores provienen de tres continentes diferentes, África, América y Europa, que manejan entre todos más de una decena de lenguas.
Son una pequeña parte del millón de inmigrantes que estaba empadronado en la región el pasado 1 de enero, el 16% de la población, según la Comunidad de Madrid. La mayoría proceden de Ecuador, Rumania, Marruecos, Colombia y Bolivia. Empleados de todas esas nacionalidades están representados en los trabajos de la torre Sacyr.
Son obreros de la construcción, como el 46,3% de todos los hombres de procedencia extranjera que tienen empleo en la Comunidad de Madrid (el 82%), según el estudio La integración de la población inmigrante en la Comunidad de Madrid, de la Fundación Social de la Universidad Francisco de Vitoria
Personas como Youssouf, que procede de Senegal y tiene 27 años. A ras del suelo, junto a la torre, trabaja como ferralla. Tapado hasta las cejas con una bufanda del Depor, combate el frío mañanero de Madrid como puede, mientras ata, aparentemente sin esfuerzo, los hierros que hacen crecer los pilares del edificio. Después, éstos se cubren de hormigón, planta por planta. Junto a él, Fernando Díaz, de 59 años, el oficial que dirige el trabajo, le habla muy despacio, acompañándose de gestos. Es el lenguaje que se repite, sin ningún problema aparente, de tajo a tajo.
"La mayoría de la gente entiende perfectamente el español. Tienes que hacer un esfuerzo para comunicarte, porque a veces no lo hablan muy bien. Pero siempre hay un encargado que hace de interlocutor con la dirección de la obra", explica Sonia Muñoz, española y responsable de seguridad. Una mujer que protege a cientos de trabajadores. Y ella -confiesa que la llaman la "señorita Pun Pun" por su nivel de exigencia con las medidas de seguridad- tiene tal autoridad, que cuando se aproxima, siempre algún obrero se ajusta el arnés o se recoloca el casco.
En las últimas plantas, un centenar de obreros se afana en el interior de la torre: unos colocan las pantallas que les permitirán trabajar ya sin mirar al vacío y, otros, se ocupan de colocar las estructuras. Carlos da Silva Moraes, portugués de 31 años afincado en el barrio de La Fortuna, en Leganés, hace de traductor de algunos compañeros.
La verdad es que hablar, se habla poco. Entre el estruendo de las máquinas, los martillazos, el sonido de las soldadoras, hay poco tiempo para la conversación. Se dan y reciben órdenes cortas o simples gestos con las manos. Pedro Psdrank, albañil polaco de 22 años, los utiliza constantemente porque apenas habla castellano. A su lado, Iván Martín, de 27 años y madrileño de Alcorcón, monta el exterior de los cristales que cerrarán los pisos de la torre.
Preguntado por las opciones de comunicación con su compañero polaco, es rotundo: "No nos pisamos".
Iván pone de manifiesto lo que ocurre en toda la obra, pero también en la sociedad madrileña: si hay que trabajar codo a codo, se hace; pero a la hora de la verdad, los polacos hablan con los de su misma lengua; los ecuatorianos procuran relacionarse con sus paisanos, o al menos con otros latinoamericanos; y así con todas las nacionalidades, incluida la española.
A la hora de comer, los trabajadores de la torre bajan a dos comedores improvisados en el sótano, donde un gran horno calienta los almuerzos que han traído por la mañana. En la comida, como en el trabajo, imperan las relaciones sociales por nacionalidades.
Pero hay un lenguaje universal. Fuera de la torre Sacyr, se habla los domingos. En esta inmensa obra, es el idioma de las dos de la tarde. A esa hora, Hassan el Tjeri, marroquí de 23 años, que trabaja como ayudante de los almacenes, saca una pelota que se dejaron los jugadores del Real Madrid en los antiguos vestuarios. Y comienza una liga internacional: equipos de cinco jugadores de distintas nacionalidades se van turnando para patear el balón. "Cada gol sale un equipo y el que gana se queda", explica Hassan sobre las reglas de juego.
Mientras habla, Hércules, de Guinea-Bissau, para la pelota que le lanza a la portería Mario Morsanu, de Rumania. Sin palabras hablan su único idioma común: el fútbol.
Miguel Chilig (Ecuador): Ocho años lejos de los Andes
Con una amplia sonrisa, Miguel Chilig se desplaza por la base de la torre Sacyr en su carretilla, llevando materiales de un lado a otro. "Le dicen el toro por su fuerza", cuenta, orgulloso de la máquina, que maneja con soltura mientras sortea obstáculos.
Hace ya ocho años que Chilig, de 42 años, emigró desde Quito (Ecuador). Aunque ha trabajado de mensajero, no cambia por nada su actual empleo. "Y eso que se trabaja los fines de semana", aclara.
Hace ocho meses que está contratado por una empresa -"en nómina", subraya- y percibe unos 2.000 euros al mes, aunque dice que trabaja demasiadas horas: "Entre 10 y 14". Chilig cuenta que no ha logrado traer a su familia de Ecuador, pero sí a algunos de sus amigos.
Francisco Mendes (Guinea-Bissau): Un profesor de geografía metido a ferrallista
De los libros al hierro. Francisco Mendes, de 31 años, dejó de ser profesor de geografía en Guinea-Bissau, donde nació, para convertirse en ferrallista en Madrid. "Vine a hacer un cursillo y me quedé", explica sobre cómo cambió su vida hace siete años, cuando decidió trabajar en uno de los oficios de la construcción que está mejor pagado. Con un sueldo de unos 1.600 euros al mes ha conseguido tener un piso propio para su familia: tiene un hijo y su esposa está embarazada del siguiente.
Mendes, al que todos llaman Paco, se toma la vida con humor. "Prefiero estar en la obra que en mi país. Allí vives bien, pero la mujer luego se va porque no hay dinero. Aunque aquí, según cobro, me lo gasto todo", dice entre risas. No piensa en regresar: "¿Volver? No. Me encanta Europa".
Dragomir Surbejov (Bulgaria): La última vez que vio a su hijo fue en Navidad
En el año que lleva en España, Dragomir Surbejov, de 42 años, ha trabajado en una fábrica de hierro, en el nuevo hospital de Aravaca y, desde agosto, en la torre Sacyr. En Bulgaria, su país, era programador y ahora es montador de ascensores, un trabajo por el que, según cuenta, cobra cinco veces más que lo que hubiera recibido en su patria, donde al mes percibiría 300 euros.
"La última vez que vi a mi hijo de 13 años fue en Navidad", cuenta Dragomir, que explica que le gustaría traer a su familia, pero que todavía le faltan muchas cosas: dinero, los papeles de ellos... Y eso a pesar de que es un afortunado, porque su empresa le paga la residencia. Cuenta, ante el asombro de sus jefes, que vive en el distrito de Moncloa. Ellos le preguntan: "¿Tú solo?". "Con cinco más", responde.
C. R. Santos Rodríguez (Portugal): Dos semanas en Viseu, otras dos en Madrid
Cada dos semanas, Carlos Daniel Ribeiro Santos Rodríguez, de 38 años, cambia su casa en Viseu, en el corazón de la mitad norte de Portugal, por cualquier lugar donde su empresa le mande a trabajar como montador de estructuras. Desde hace unos meses tiene un destino fijo: la torre Sacyr de día, y una casa en Perales de Tajuña, pagada por su empresa, de noche.
El sueldo merece la pena, porque puede llegar a ganar unos 1.500 euros al mes (trabaja por horas) y asegura que en España pagan mejor que en Portugal. Así puede sostener a su mujer y sus dos hijos, aunque trabaje de sol a sol, llegue a casa de noche y cambie de hogar cada 15 días. Al menos, el fin de semana que pasa fuera de su casa, y al contarlo sonríe, puede darse "una vuelta" por Madrid.
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