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Columna
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Si el drama fuera esto

Hay dramas que acaban en sainete, pero en política el sainete conserva rasgos del drama originario. Al final, todo se confunde en un cóctel irritante. Sí, en política se da un subgénero atroz que no existe en el corral de la comedia. Y eso a pesar de que su práctica exige el concurso de magníficos actores, pero de esto no hay que preocuparse: actores siempre hay. A pesar de la ruptura de la tregua, pocas personas afirmarían hoy que la situación del paisito es comparable a los atroces años ochenta o al sanguinario año 2000. Se ha producido un cambio radical en el clima social y político, fruto de un avance constante e imperceptible. Esto no puede ser excusa para que nos sintamos satisfechos, pero sí para relativizar ciertos acontecimientos que amenizan la vida política y que no deben en modo alguno condicionarla.

La comparecencia del lehendakari, el pasado lunes, en el Palacio de Justicia de Bilbao constituye el enésimo capítulo de un inenarrable despropósito político y jurídico. Pero si en el Palacio de la presunta Justicia se desarrollaba un melodrama, en la calle el sainete adquiría caracteres grotescos. Los tabernarios incidentes deberían sustentar una conclusión vagamente optimista: que cuando los conflictos políticos alcanzan tal extremo de insignificancia argumental al menos puede decirse que, en parte, el núcleo trágico del conflicto se halla desactivado. Cuando disminuye la tensión del argumento dramático (cuando se atenúan los horrores de la muerte, la coacción y la amenaza) sí hay espacio para la comedia ligera, para la escena de vodevil. Y el vodevil pasa por las equivocaciones de muchas personas y organismos: movilización de las bases nacionalistas ante la sede judicial, concentración de esos irascibles jubilados (perfectamente prescindibles en el panorama político) que asoman pocas veces, pero que cuando lo hacen resultan más peligrosos que las brigadas juveniles de la izquierda radical; provocación de dos o tres energúmenos que ponen denuncias absurdas y se plantan a injuriar en vez de entrar en los juzgados; incapacidad del PNV de sancionar a un militante que se comporta como un vulgar camorrista e incapacidad de todo un gobierno para condenar un hecho en sí mismo lamentable.

La vida democrática está llena de cargos públicos y responsables de partido que, por la propia naturaleza de su función, son susceptibles de crítica y examen. Se habla mal de los políticos, a veces con razón, pero a veces sin ella, y dentro de esas habladurías se critica a menudo el carácter "profesional" de su actividad, como si la profesionalidad, en un político, fuera una de las lacras del sistema. Pero pocos de los que denuncian al político como profesional caen en la cuenta de la alternativa que nos queda: la del político aficionado. Los sucesos burlescos del pasado lunes evidencian cómo frente al político profesional, susceptible de crítica o aplauso, lo única opción es el político aficionado, susceptible de análisis psiquiátrico, porque son aficionados todos los que juegan a la política alrededor de un palacio de justicia. Las masas de individuos perfectamente desocupados que pasan toda la mañana de un lunes ante el juzgado son políticos aficionados. Y son también políticos aficionados esos entes desesperados, tragicómicos, que han hecho del conflicto vasco su sustento y su único modo de pasar, ante el público, de meros figurantes a figurantes con frase. Ver a ciertos descerebrados que se detienen, a la entrada de un juzgado, para insultar a una masa encendida es de una irresponsabilidad que asusta, pero ello no deja de probar lo referido al principio: que cuando una tragedia histórica se convierte en sainete debemos felicitarnos, porque veníamos de un escenario muchísimo peor.

Ojalá que, con el tiempo, la reducción al absurdo de este asunto llegue a niveles aún más subterráneos: a peleas en el barro, por ejemplo, entre jubilados iracundos y publicistas de saldo, a concursos de insultos o a carreras de sacos. Es lo mejor que podría pasarle al paisito, un indicio de que todo va por buen camino: nunca una guerra se originó en una pelea de taberna, pero muchas peleas de taberna son la morralla final, la escoria última de guerras ya olvidadas.

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