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Columna
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Las ganas de descamsar

Soledad Gallego-Díaz

Fernando Savater recuerda a menudo una milonga que dice que la esperanza, a veces, es sólo ganas de descansar, pero que ni el tiempo ni el espacio arreglan las cosas por sí mismos. Seguro que tiene razón, en relación con el País Vasco sin duda, como él mantiene, pero también con los otros problemas a los que se enfrenta la sociedad española. La verdad es que a veces dan ganas de tomarse un respiro y de hablar de otras cosas. No hay forma: ni esperanza ni descanso.

Cuando parecía que al menos el caso del 11-M ya estaba encarrilado, ante un tribunal que juzgaba el asunto y cuyo pronunciamiento permitiría acabar de una vez con una peligrosa campaña de intoxicación, aparece el director general de la Policía de la época y se encarga de recordarnos que las cosas no se arreglan solas. No se arregla solo que un ex cargo público se atreva a negar su colaboración con la justicia. No se arregla solo que un eurodiputado rehúse contestar a un juez que investiga un atentado terrorista, con el incongruente objetivo de proteger a un policía.

Los ciudadanos no somos acreedores de tanto disparate. El Partido Popular no puede consentir que uno de sus eurodiputados, una persona que, además, ocupó la Dirección General de la Policía durante el 11-M, se niegue ahora a declarar ante un tribunal. Nada menos que ante la Audiencia Nacional, ante los jueces que tienen que pronunciarse sobre el peor atentado registrado en nuestra historia. ¿Es posible que un partido con expectativas de gobierno mantenga en sus listas a un ex cargo público que se niega a colaborar con la Justicia? ¿De verdad que el PP, a cambio de mantener hasta el último suspiro la teoría de la conspiración, va a consentir este espectáculo?

Cuando un grupo de políticos y de medios de comunicación se asocian para propagar determinadas doctrinas destinadas a atraer adeptos, se dice que han montado una operación de propaganda. Eso es exactamente lo que hizo el Partido Popular: intentar ocultar la mayor equivocación de su historia (el intento de atribuir a ETA durante 72 horas el atentado del 11-M para evitar las previsibles consecuencias electorales de la autoría islámica) con una clásica operación de propaganda. Tres años lleva en marcha esa campaña de distracción con tristes consecuencias. Tres años intentado por todos los medios que no arraigue en la opinión pública la idea de que le fallaron en el peor de los momentos, cuando la sociedad española más necesitaba dirigentes entregados y desinteresados.

La primera y más imperdonable consecuencia de esa propaganda ha sido provocar más desconcierto y más dolor del inevitable en las víctimas y en sus familiares, cuya angustia se ignora en beneficio del perdido honor de quienes iniciaron esta desgraciada operación. La segunda, proporcionar instrumentos a quienes desde la extrema derecha buscan pretextos con los que desfogar su furia y su enajenación. Y tercera, probablemente la menos buscada, situar al propio PP en una posición absurda, porque sólo se permite encontrar salvación si consigue instalar la duda sobre la implicación de ETA, cuando está claro que ETA no intervino. ¿Y ahora, qué?

Lo desgraciado de todo este asunto es que el PP hubiera podido elegir otras vías para contrarrestar el efecto de aquella equivocación. Los ciudadanos suelen ser más generosos y olvidadizos que los políticos y es posible que los populares hubieran conseguido recuperar crédito y confianza con un método menos brutal y costoso para el conjunto de la sociedad. Quizás hubiera bastado con sacrificar políticamente a dos o tres personajes. Pero, en lugar de pedir al ministro de Interior de la época, Ángel Acebes, una discreta retirada, en lugar de aceptar un mínimo y legítimamente exigible coste interno (¿qué menos?), triunfaron los que se empeñaron en que fuéramos todos los ciudadanos quienes pagáramos sus faltas.

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Viene Semana Santa. Hay pocas esperanzas. A ver si, por lo menos, conseguimos algo de descanso.

solg@elpais.es

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