Eurocinismo
Cuando los seis países fundadores firmaron el Tratado de Roma, Londres ya estaba allí. Varsovia y Praga, en cambio, se hallaban a oscuras, bajo la dictadura soviética. El Reino Unido nunca ha estado ausente de Europa, aunque no participara en ninguno de los tratados fundacionales. Participó en la inspiración, no quiso estar en la fundación y se apuntó a la repesca para no quedarse descolgado y con la esperanza de enderezar el rumbo a su gusto.
A Polonia y Chequia, en cambio, les ha ocurrido como a España: su ausencia de Europa tiene profundidad histórica y corresponde a tendencias muy enraizadas en ambas naciones. Pero a diferencia de España, que ha sabido enterrar, o como mínimo inhibir, sus viejos reflejos antieuropeos y nacionalistas, estos dos países centroeuropeos no pueden todavía sacarse de la cabeza los años de ocupaciones sucesivas, desde 1938 (tras el Pacto de Múnich) en el caso de los checos y desde 1940 (tras el pacto germano-soviético) en el de los polacos. Para ellos, la alianza con Estados Unidos es mucho más importante que cualquier proyecto europeísta.
Varsovia y Praga han estado en todas las broncas desde su ingreso en 2004
Desde su ingreso en la UE en 2004, Varsovia y Praga han estado en todas las broncas que han minado el proyecto europeo. Fueron destacados miembros de la Nueva Europa de Donald Rumsfeld, el secretario de Estado norteamericano que arrastró a unos a la guerra de Irak y lanzó a los otros al infierno de la irrelevancia histórica. Se encuentran, sobre todo los polacos, entre quienes más sospechas levantan respecto a su colaboración con los secuestros, transportes e interrogatorios en cárceles secretas a cargo de la CIA en su guerra global contra el terror. Ahora están negociando con Washington la instalación de un escudo antimisiles, puenteando a todos los socios europeos, tanto en la OTAN como en la UE. Y descontando, claro está, su posición hostil a la Constitución y su preferencia por mantener las decisiones por unanimidad, que es como decir bloquear para siempre y para todo el futuro de Europa. Veremos hoy si la habilidad negociadora de la canciller alemana, Angela Merkel, basta para doblar sus inflexibles ideas eurófobas y prestan su apoyo a la Declaración de Berlín, que celebra los 50 años del Tratado de Roma.
Londres ha sabido sacar buen partido de las sucesivas ampliaciones de la UE. El núcleo duro continental exigía profundizar en la unión antes de cualquier ampliación, pero los británicos querían lo contrario: ampliar para evitar que se profundizara. Y al final lo han conseguido, sobre todo con la entrada en tropel de los 10 últimos, incluyendo naturalmente a estos dos socios díscolos, sin que previamente las instituciones hayan sido reformadas adecuadamente.
Para ser más concretos, la arquitectura institucional de esta UE de 27 miembros apenas difiere de la que diseñaron los padres fundadores para el Tratado de Roma hace 50 años. Londres no quiso estar en Roma porque le bastaba una zona de libre cambio y rechazaba la idea de una unión política. Entró en la Comunidad Económica Europea con el objetivo de adaptarla a sus propósitos o como mínimo mantenerlos vivos. La ampliación, y sobre todo el ingreso de países como Polonia y Chequia, ha servido a sus propósitos de dilución del europeísmo federalista. Es la misma concepción que guía su apoyo a la candidatura de Turquía.
Todos los Gobiernos británicos, laboristas o conservadores, han tenido siempre una idea de Europa distinta a la de los franceses y alemanes, pero seria y útil. El problema con Polonia y Chequia es saber qué proyecto de Europa tienen sus Gobiernos en la cabeza, más allá de sacar el máximo provecho de sus fondos estructurales y de las ventajas del mercado único, y cuál es la contribución que quieren hacer, también en ideas, a la tarea común europea. Europa significa abandonar toda ensoñación de una vía particular o especial de cada uno de los países hacia su plena realización nacional a favor de un destino común de solidaridad, cooperación y soberanía compartida.
Alemania, el país históricamente más tentado por el camino especial (el llamado Sonderweg), al que sucumbió trágicamente con Hitler -por ello también el más escarmentado-, ha encontrado su unificación en libertad dentro del proyecto europeo. Entre los nuevos socios, en cambio, hay muchos ensimismados todavía en un Sonderweg nacionalista y eurocínico, que ve a Europa sólo como una despensa de la que echar mano y un refugio donde resguardarse de sus fantasmas históricos, incluido el oso ruso todavía vivo.
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