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FUERA DE CASA
Columna
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Primavera romana

Sigue siendo un peligro para caminantes el paseo por Roma. Puedes encontrar gatos, curas, turistas peregrinos, peregrinos turistas, presidentes de la República Italiana, españoles republicanos, artistas, poetas, princesas, papistas o jueces. Una manera peculiar de ser europeos. Cuando llega la primavera te dan ganas de romanizar Europa. Conseguir ese caos tan estético, una manera romana de ser europeos, un estilo para saber mezclar piedras nobles, diseño y pasta al dente.

Tuve la rara fortuna de ver las mañanas, y las noches, desde la Academia de Bellas Artes de España en Roma, en el Gianicolo. La Academia ya no es aquel caserón, palacete o convento donde toda incomodidad tenía su asiento. Poco, casi nada, que ver con aquella que padeció y dirigió Valle-Inclán. Naturalmente ya no ondea la bandera republicana, esa que Valle tuvo que defender contra los integristas católicos, los nostálgicos monárquicos o los curas trabucaires que por el famoso templo de Bramante, ese lugar donde el Renacimiento se fijó, pasaban para montar bronca contra el Gobierno constitucional de los tiempos republicanos en que Valle dirigió ese centro español sobre el Trastevere. Ahora, como es lógico, en la Academia ondea la bandera constitucional y nadie tiene que defenderla ni exhibirla agresivamente como símbolo de españolidad.

La Academia es un trozo de España unido a la vida cultural romana desde los tiempos de Castelar. Es decir, fue una creación de los tiempos de la Primera República. Después siguió los avatares de las academias españolas en el exterior, poco presupuesto y poco caso. Me extrañó ver el nombre de Real Academia, no recordaba eso de Real, no lo asociaba a ninguna intervención especial de la monarquía. Y no lo era. Eso de Real viene de uno de esos funcionarios accidentales, de uno de los últimos directores de este lugar que se sentía más papista que el Papa. Un cortesano sin corte, pero con Cortés en el poder. Y así, por decreto, se monarquizó el nombre de la Academia hace pocos años, con el Gobierno de Aznar y por ocurrencia de un director que quiso apuntarse ese punto, esa foto y esa visita, la de los Reyes, a ese lugar de tanta historia romana y española. Tampoco molesta que ahora sea Real -ningún rey nuestro más romano que don Juan Carlos-, pero que conste que no lo era, que no lo fue hasta que un pelotilla de turno tuvo la cortesana idea.

La Academia tiene una historia pendiente, de sus alumnos y sus directores, esperemos que algún becario se ocupe. Una curiosidad que todavía se puede visitar es ese hórreo gallego que sorprende en ese jardín romano. El hórreo llegó allí porque cuando el millonario americano que lo había comprado se enteró de que no era un templo pagano, lo abandonó a su suerte en el puerto de Ostia. Aquellas piedras desmontadas fueron un enigma histórico hasta que un experto de historia antigua que había recorrido el Camino de Santiago señaló que podía ser un hórreo de aquellos que tienen los gallegos y asturianos en sus prados. Y allí sigue, hundiéndose poco a poco, esperando que el embajador español, y gallego, ante la Santa Sede, Francisco Vázquez, ayude a su recuperación. Así lo ha prometido. El embajador está encantado en la ciudad de los papas, los curas, el Vaticano y su diplomacia. De lo que no está tan seguro es de cuánto tiempo resistirá su fe rodeado de tantos poderes religiosos. Una cosa es la fe católica y otra es el poder de su Estado. Vázquez reza para no caer en el agnosticismo. Reza y sigue comiendo y bebiendo en gallego. Su mujer, también muy devota, no entiende una recepción, una fiesta, una cena sin un jamón, pero un jamón gallego. Los jamones ibéricos ya se pueden encontrar en Roma, pero los gallegos hay que traerlos en la valija diplomática. También es Vázquez embajador de una de las mejores cocinas cristianas de occidente, como decía su paisano, Álvaro Cunqueiro.

Por el Trastevere recordamos a Alberti, recordamos a María Zambrano y nos encontramos con otro español romanizado, Enrique Rivas, el escritor hijo de Rivas Cherif. Estaba acompañado de Fanny Rubio, hiperactiva directora del Instituto Cervantes que venía de haber enseñado al juez Garzón, otro europeo de su pueblo, Linares, el que fuera el despacho del conde Ciano, en el palacio de Villa Albani, que es la sede romana del Cervantes. Allí, Garzón no se pudo resistir a las peticiones de su amiga, leyó el final del Quijote, y le gustó volver a aquello de... "Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere...". Y el juez se quedó pensando, repitiendo esa frase... Y se fue, nos fuimos de Roma, de su primavera. Y llegamos a una primavera en España con sus fríos, sus nevadas y sus circunstancias. Qué bueno es viajar.

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